Grandes poetas que no lee nadie



Este jueves nos juntamos en Valencia para homenajear a José Luis Parra (Madrid, 1944- Valencia, 2012). A ojo de mal cubero, calculo que estábamos un centenar de personas en el Colegio Mayor Rector Peset. La cuarta parte de los presente leímos un poema del autor, fallecido el pasado mes de octubre. Algunos habíamos venido de Murcia, de Sevilla, de Albacete.

El Rey, según Josep Pla



La entrevista de Jesús Hermida al Rey me sorprendió en Madrid, viviendo los primeros días de la República con Josep Pla. Me refiero al Madrid de 1931. Resulta que soy muy crédulo y que cuando estoy leyendo un libro que me gusta, me meto tanto, que es como si estuviera viviendo en lo que cuenta el autor. De modo que me sentía inmerso en la República, en la Segunda República, cuando dieron en la tele ese simulacro de entrevista en la que don Juan Carlos y Hermida se olvidaron de que hay elefantes en Bostwana y de que Urdangarín es de la familia.

Balada de una ciudad





        Dedicado, con cariño y respeto, con agradecimiento, al maestro Pepe Sánchez de la Rosa
      Albacete, cualquier ciudad, es un enjambre de voces que se mezclan en el tiempo y en el espacio. Para distinguir unas de otras, para darles forma, hace falta un médium. Sánchez de la Rosa era nuestro médium. Se sentaba a la máquina primero, y luego al ordenador, todos los días, incluidas las vacaciones. Las presuntas vacaciones. El soniquete de las teclas lo ponía en trance y de su memoria infalible empezaban a brotar, como brota un pañuelo del sombrero de un prestidigitador, sucesos, vivencias, referencias históricas, que nacían ya enlazados, con el nudo de la prosa hecho. Lo de Pepe era escritura automática, como la de los poetas, de escribir al dictado de no se sabe bien qué voz, pero con cada dato en su sitio y en su fecha. Por supuesto no era una voz que hablara, era una voz que cantaba. Una balada que quedaba en el aire al terminar el artículo del día y que se continuaba el día siguiente en el mismo sitio. Una balada que había nacido con epicentro en la calle Cornejo y que nunca se mudó de allí. Porque la memoria, hasta la más prodigiosa, necesita un punto de fijación, y la de Sánchez de la Rosa tenía su ancla en esa calle y en los años cuarenta. Desde la actualidad imperiosa volvía a rebuscar voces con la facilidad de quien se asoma a la ventana y mira pájaros. El niño seguía estando allí, pasando el frío y las privaciones de la posguerra, mientras que el abuelo avanzaba por el artículo con una letra del calibre 56, desafiando a la diabetes y a los años. Y la ciudad, alrededor, transmutándose, olvidándose. Y el mundo dando vueltas. Como lo suyo era contar, si alguna vez salió de Albacete fue para contarlo todo, para contar lo que veía, a bordo de su prosa manchega, con la ventana abierta a su primera calle. Y al jubilarse, al quedarse con todo el tiempo para su escritura, se desató por las teclas y escribió libros al galope tendido y así pudo dejarnos las voces que se perdían, los ecos que nadie más podrá escuchar sino en sus prosas. Las tenemos, maestro. Descansa en paz.





Sonreír y no quejarse





Recibo cada semana un correo electrónico, uno de tantos, con consejos sobre salud muy bien documentados, o argumentados, o ambas cosas. Resulta chocante que haya correos profesionales que no me da tiempo a leer, y que este sí que lo hojee y hasta lo aguarde con curiosidad. En el primer mensaje del año 13, me anima a seguir unas propuestas sencillas que asegura que mejorarán mi vida. La primera, que sonría, que es un gesto que libera endorfinas y encima rebota en la gente con la que convives y te devuelve un reflejo estimulante. La segunda, que recuerde los nombres de las personas y las nombre cuando me dirija a ellas. Se intentará. Cuando llego a la tercera propuesta, me doy cuenta de que tendré que corregirme mucho, si lleva razón: “Deje de desearle ánimo a todo el mundo”. Resulta que decirle a la gente “ánimo” tiene un componente subliminal que recuerda de inmediato la crisis en la que nos debatimos y castiga más que ayuda, a menos que uno esté al borde del precipicio y tenga que saltar, que entonces sí que es adecuado y de agradecer.
Vaya, pues me he dedicado a añadir la coletilla de “a pesar de la que nos está cayendo”, cada vez que le deseaba a alguien feliz año. Eso, o algo similar, aunque con la pretensión de que pareciera ingenioso. Y diría que, en el 90% de las felicitaciones navideñas que he recibido, había también alguna alusión, más o menos ligera, más o menos irónica, a la que nos espera. ¿Y qué es exactamente la que nos espera? Pues no sé bien. Ha llegado un momento en que he desenfocado un poco la vista. Sigo leyendo los periódicos y oyendo las noticias, pero con la misma actitud con la que, en una película de terror, uno se tapa los ojos y, como mucho, escudriña por las rendijas de los dedos lo que está pasando. Y creo que no soy el único. Me da la sensación de que los informativos de la 1 han pegado el bajón que han pegado a cambio de que se pongan de moda otra vez los documentales de la 2, donde la matanza es natural, resulta ecológica, y la sufren los cérvidos en vez de las personas.
Naturalmente acumular malas noticias es una argucia que utiliza el poder para desactivarnos. Y naturalmente funciona. Somos informávoros, es decir que tendemos a devorar información, incluso más información de la que somos capaces de asimilar, a condición de que tengamos una idea, aunque sea muy vaga, de qué hacer con ella. Pero cuando la información que se acumula es una catarata de malas noticias, que se acentúan los viernes, cuando uno está ya con la guardia medio baja; cuando uno constata que no puede hacer nada con esa información, salvo sufrirla, entonces se pone en marcha la reacción B, la que enunciaba el pájaro de Eliot: “El corazón del hombre no soporta demasiada realidad”. Y ahí es donde entran en juego los dedos que se tapan los ojos y los documentales sobre la sabana africana. Incluso, en medio del desánimo, somos capaces de caer en el síndrome de Estocolmo y llegar a creernos la pamema de que en el segundo semestre del año la crisis irá poco a poco amainando y que en el 14 esto va a subir como la espuma.
¿Pero cómo va a cambiar, si no cambian de política? Si están haciendo lo contrario de lo que deberían. Y sabemos que no piensan cambiar porque no les dejará la Merkel. Ni siquiera se estabilizará. Seguirá empeorando. Leo la cuarta propuesta de mi consejero de salud: “Nunca se queje. Es una norma absoluta”. ¿Que no me queje? ¿Entonces qué nos queda? Muy fácil: ¿qué les molesta? ¿Qué nos manifestemos?  Por algo será. A manifestarse y a reivindicar todos los derechos que nos han ido y nos siguen arrebatando. Por supuesto, sonriendo y llamando a cada cual por su nombre, mientras nos manifestamos. Pero nada de quejarse. Solo manifestarse. Manifestarse continuamente. Es el consejo que me han dejado los Reyes Magos en los zapatos. Cuestión de salud, que es lo primero.






Libros pequeños




En la pila de libros pendientes de leer, en vez de irme a los grandes, rescato estos días los de pequeño formato, los que han ido resbalando entre el montón, escondiéndose en las rendijas, como si la timidez no les dejase ofrecerse a las manos. Me doy cuenta de qué valiosos son. Quizá me equivoque, pero se me antoja que muchos libros grandes buscan llamar la atención a la desesperada porque no tienen otra cosa que ofrecer que su tamaño y sus colorines. Están hechos para llenar los ojos y pesar sobre las manos. Luego, cuando te quedas a solas con ellos, cuando los abres, compruebas que están vacíos. No siempre, claro, pero todos los libros que abandoné son gordos y no saben esconderse; soy yo quien los retiro, tras darles tiempo para que maduren en la librería a la espera de una segunda oportunidad.
En cambio, estos que digo, qué primor me ofrecen. En el árbol del tiempo, de Eloy Sánchez Rosillo (Murcia, 1948) rescata todos sus poemas donde aparecen pájaros. Aunque no son pocos, caben de sobra dentro del librito, de la colección El Pájaro Solitario de Pre-Textos, más pequeño que una mano. Y cabe Juan Marqués, releyendo sin prisa en un parque los poemarios de Rosillo, y seleccionando con un lápiz los poemas que tienen ave dentro. Luego ya se encarga Eloy de ir dándonos fe de los matices de la luz y de señalar el vuelo, el canto o la simple presencia de los pájaros, que en su incansable trajín son símbolos inmutables del transcurrir del tiempo: “Pero detente. Mira. / ¿Recuerdas? Puedes verlo”. En especial el jilguero, tótem sagrado -con la luna -de la poesía de Rosillo. Un poema inédito ofrece el título y resume las emociones del libro.
No mucho más grande viene a ser El mundo es un jardín, de Olvido García Valdés (Santianes de Pravia, 1950). Del tamaño de un cedé. Porque lleva cedé dentro. Recoge una lectura de sus poemas en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, bien completada por la presentación que le hizo Juan Barja, un comentario de Jordi Doce y una entrevista con Esther Ramón. Parece mentira que quepa tanto en tan poco espacio. Es algo que suele ocurrir con los ejemplares pequeños, cuando están bien hechos: que están concebidos para concentrar un mundo del tamaño de un jardín o un jardín del tamaño del mundo. Poesía mineral, dura, tallada, la de esta poeta asturiana, cuya mirada, como la luz de su tierra, no niega la sombra.
Y algo más grande, en apariencia, el libro de Susana Benet. ¿Por qué lo recordaba más pequeño? ¿Será porque los haikus tienen tanto poder de condensación de la realidad que actúan también sobre la memoria? Entre los cada vez más numerosos artífices españoles de esta estrofa japonesa, que reúne alma y mirada en tres versos, somos muchos los que veneramos a esta escritora valenciana, de ojos y voz claros, que convive con gatos. Tiene el don de detener, en un instante, el mundo sin tocarlo. Unas veces para mostrarnos la ternura más desapercibida: “Plancho y aliso. / Cuando toco las sábanas, / toco tu cuerpo”. Otras para dar vida a la vida: “Breve rocío, / tan breve pero sacia / la sed de un pájaro”.
Tocando, manejando estos libros, he vuelto a acordarme y a sobar los minúsculos ejemplares de la Enciclopedia Pulga, que heredé de mi padre, y que conservo como una prolongación de él, guardada como un tesoro que solo rescato para la memoria cuando lo cambio de lugar. O cuando abordo la lectura de otros libros pequeños que me lo recuerdan. Seguro que tienen algo que decirnos, están diciéndonos que, en este tiempo de globalización y de macroeconomía, tenemos la salvación a nuestro alcance en lo pequeño. No tanto en la nanotecnología, como en el formato: el de aquella aldea gala que sigue defendiéndose del Imperio Romano con una pócima secreta, mucho menos importante que su forma de organizarse y de valorar las cosas.
Eloy Sánchez Rosillo: En el árbol del tiempo. Pre-Textos, Valencia, 2012;  Olvido García Valdés: El mundo es un jardín. Círculo de Bellas Artes, Madrid, 2010; Susana Benet: Huellas de escarabajo. La Veleta, Granada, 2011