Este jueves nos juntamos en Valencia para homenajear a José Luis
Parra (Madrid, 1944- Valencia, 2012). A ojo de mal cubero, calculo que estábamos
un centenar de personas en el Colegio Mayor Rector Peset. La cuarta parte de
los presente leímos un poema del autor, fallecido el pasado mes de octubre.
Algunos habíamos venido de Murcia, de Sevilla, de Albacete.
Este blog reúne las reseñas de libros de poesía que Arturo Tendero ha ido publicando cada semana desde el 9 de enero de 2016. En la última semana de cada mes, aparece un resumen en InfoLibre
El Rey, según Josep Pla
La entrevista de Jesús Hermida al Rey me sorprendió en Madrid,
viviendo los primeros días de la República con Josep Pla. Me refiero al Madrid
de 1931. Resulta que soy muy crédulo y que cuando estoy leyendo un libro que me
gusta, me meto tanto, que es como si estuviera viviendo en lo que cuenta el
autor. De modo que me sentía inmerso en la República, en la Segunda República,
cuando dieron en la tele ese simulacro de entrevista en la que don Juan Carlos
y Hermida se olvidaron de que hay elefantes en Bostwana y de que Urdangarín es
de la familia.
Balada de una ciudad
Dedicado, con cariño y respeto, con agradecimiento, al maestro Pepe Sánchez de la Rosa
Albacete, cualquier ciudad, es un
enjambre de voces que se mezclan en el tiempo y en el espacio. Para distinguir
unas de otras, para darles forma, hace falta un médium. Sánchez de la Rosa era
nuestro médium. Se sentaba a la máquina primero, y luego al ordenador, todos
los días, incluidas las vacaciones. Las presuntas vacaciones. El soniquete de
las teclas lo ponía en trance y de su memoria infalible empezaban a brotar,
como brota un pañuelo del sombrero de un prestidigitador, sucesos, vivencias,
referencias históricas, que nacían ya enlazados, con el nudo de la prosa hecho.
Lo de Pepe era escritura automática, como la de los poetas, de escribir al
dictado de no se sabe bien qué voz, pero con cada dato en su sitio y en su
fecha. Por supuesto no era una voz que hablara, era una voz que cantaba. Una
balada que quedaba en el aire al terminar el artículo del día y que se
continuaba el día siguiente en el mismo sitio. Una balada que había nacido con
epicentro en la calle Cornejo y que nunca se mudó de allí. Porque la memoria,
hasta la más prodigiosa, necesita un punto de fijación, y la de Sánchez de la
Rosa tenía su ancla en esa calle y en los años cuarenta. Desde la actualidad
imperiosa volvía a rebuscar voces con la facilidad de quien se asoma a la
ventana y mira pájaros. El niño seguía estando allí, pasando el frío y las
privaciones de la posguerra, mientras que el abuelo avanzaba por el artículo
con una letra del calibre 56, desafiando a la diabetes y a los años. Y la ciudad, alrededor,
transmutándose, olvidándose. Y el mundo dando vueltas. Como lo suyo era contar, si alguna vez salió de Albacete fue para contarlo todo, para contar lo que veía, a bordo de su prosa
manchega, con la ventana abierta a su primera calle. Y al jubilarse, al quedarse con todo el
tiempo para su escritura, se desató por las teclas y escribió libros al galope tendido y
así pudo dejarnos las voces que se perdían, los ecos que nadie más podrá
escuchar sino en sus prosas. Las tenemos, maestro. Descansa en paz.
Sonreír y no quejarse
Recibo cada semana un correo electrónico, uno de tantos, con consejos
sobre salud muy bien documentados, o argumentados, o ambas cosas. Resulta
chocante que haya correos profesionales que no me da tiempo a leer, y que este
sí que lo hojee y hasta lo aguarde con curiosidad. En el primer mensaje del año
13, me anima a seguir unas propuestas sencillas que asegura que mejorarán mi
vida. La primera, que sonría, que es un gesto que libera endorfinas y encima
rebota en la gente con la que convives y te devuelve un reflejo estimulante. La
segunda, que recuerde los nombres de las personas y las nombre cuando me dirija
a ellas. Se intentará. Cuando llego a la tercera propuesta, me doy cuenta de
que tendré que corregirme mucho, si lleva razón: “Deje de desearle ánimo a todo
el mundo”. Resulta que decirle a la gente “ánimo” tiene un componente
subliminal que recuerda de inmediato la crisis en la que nos debatimos y
castiga más que ayuda, a menos que uno esté al borde del precipicio y tenga que
saltar, que entonces sí que es adecuado y de agradecer.
Vaya, pues me he dedicado a añadir la coletilla de “a pesar de la que
nos está cayendo”, cada vez que le deseaba a alguien feliz año. Eso, o algo similar,
aunque con la pretensión de que pareciera ingenioso. Y diría que, en el 90% de
las felicitaciones navideñas que he recibido, había también alguna alusión, más
o menos ligera, más o menos irónica, a la que nos espera. ¿Y qué es exactamente
la que nos espera? Pues no sé bien. Ha llegado un momento en que he desenfocado
un poco la vista. Sigo leyendo los periódicos y oyendo las noticias, pero con
la misma actitud con la que, en una película de terror, uno se tapa los ojos y,
como mucho, escudriña por las rendijas de los dedos lo que está pasando. Y creo
que no soy el único. Me da la sensación de que los informativos de la 1 han
pegado el bajón que han pegado a cambio de que se pongan de moda otra vez los
documentales de la 2, donde la matanza es natural, resulta ecológica, y la
sufren los cérvidos en vez de las personas.
Naturalmente acumular malas noticias es una argucia que utiliza el
poder para desactivarnos. Y naturalmente funciona. Somos informávoros, es decir
que tendemos a devorar información, incluso más información de la que somos
capaces de asimilar, a condición de que tengamos una idea, aunque sea muy vaga,
de qué hacer con ella. Pero cuando la información que se acumula es una catarata
de malas noticias, que se acentúan los viernes, cuando uno está ya con la
guardia medio baja; cuando uno constata que no puede hacer nada con esa
información, salvo sufrirla, entonces se pone en marcha la reacción B, la que
enunciaba el pájaro de Eliot: “El corazón del hombre no soporta demasiada
realidad”. Y ahí es donde entran en juego los dedos que se tapan los ojos y los
documentales sobre la sabana africana. Incluso, en medio del desánimo, somos
capaces de caer en el síndrome de Estocolmo y llegar a creernos la pamema de
que en el segundo semestre del año la crisis irá poco a poco amainando y que en
el 14 esto va a subir como la espuma.
¿Pero cómo va a cambiar, si no cambian de política? Si están haciendo
lo contrario de lo que deberían. Y sabemos que no piensan cambiar porque no les
dejará la Merkel. Ni siquiera se estabilizará. Seguirá empeorando. Leo la
cuarta propuesta de mi consejero de salud: “Nunca se queje. Es una norma absoluta”.
¿Que no me queje? ¿Entonces qué nos queda? Muy fácil: ¿qué les molesta? ¿Qué nos
manifestemos? Por algo será. A
manifestarse y a reivindicar todos los derechos que nos han ido y nos siguen
arrebatando. Por supuesto, sonriendo y llamando a cada cual por su nombre,
mientras nos manifestamos. Pero nada de quejarse. Solo manifestarse. Manifestarse
continuamente. Es el consejo que me han dejado los Reyes Magos en los zapatos.
Cuestión de salud, que es lo primero.
Libros pequeños
En la pila de libros pendientes de leer, en vez de irme a los
grandes, rescato estos días los de pequeño formato, los que han ido resbalando
entre el montón, escondiéndose en las rendijas, como si la timidez no les
dejase ofrecerse a las manos. Me doy cuenta de qué valiosos son. Quizá me
equivoque, pero se me antoja que muchos libros grandes buscan llamar la
atención a la desesperada porque no tienen otra cosa que ofrecer que su tamaño
y sus colorines. Están hechos para llenar los ojos y pesar sobre las manos.
Luego, cuando te quedas a solas con ellos, cuando los abres, compruebas que
están vacíos. No siempre, claro, pero todos los libros que abandoné son gordos
y no saben esconderse; soy yo quien los retiro, tras darles tiempo para que
maduren en la librería a la espera de una segunda oportunidad.
En cambio, estos que digo, qué primor me ofrecen. En el árbol del tiempo, de Eloy Sánchez
Rosillo (Murcia, 1948) rescata todos sus poemas donde aparecen pájaros. Aunque
no son pocos, caben de sobra dentro del librito, de la colección El Pájaro
Solitario de Pre-Textos, más pequeño que una mano. Y cabe Juan Marqués, releyendo
sin prisa en un parque los poemarios de Rosillo, y seleccionando con un lápiz los
poemas que tienen ave dentro. Luego ya se encarga Eloy de ir dándonos fe de los
matices de la luz y de señalar el vuelo, el canto o la simple presencia de los
pájaros, que en su incansable trajín son símbolos inmutables del transcurrir
del tiempo: “Pero detente. Mira. / ¿Recuerdas? Puedes verlo”. En especial el
jilguero, tótem sagrado -con la luna -de la poesía de Rosillo. Un poema inédito
ofrece el título y resume las emociones del libro.
No mucho más grande viene a ser El
mundo es un jardín, de Olvido García Valdés (Santianes de Pravia, 1950).
Del tamaño de un cedé. Porque lleva cedé dentro. Recoge una lectura de sus
poemas en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, bien completada por la
presentación que le hizo Juan Barja, un comentario de Jordi Doce y una
entrevista con Esther Ramón. Parece mentira que quepa tanto en tan poco
espacio. Es algo que suele ocurrir con los ejemplares pequeños, cuando están
bien hechos: que están concebidos para concentrar un mundo del tamaño de un
jardín o un jardín del tamaño del mundo. Poesía mineral, dura, tallada, la de
esta poeta asturiana, cuya mirada, como la luz de su tierra, no niega la
sombra.
Y algo más grande, en apariencia, el libro de Susana Benet. ¿Por qué
lo recordaba más pequeño? ¿Será porque los haikus tienen tanto poder de condensación
de la realidad que actúan también sobre la memoria? Entre los cada vez más
numerosos artífices españoles de esta estrofa japonesa, que reúne alma y mirada
en tres versos, somos muchos los que veneramos a esta escritora valenciana, de
ojos y voz claros, que convive con gatos. Tiene el don de detener, en un
instante, el mundo sin tocarlo. Unas veces para mostrarnos la ternura más
desapercibida: “Plancho y aliso. / Cuando toco las sábanas, / toco tu cuerpo”.
Otras para dar vida a la vida: “Breve rocío, / tan breve pero sacia / la sed de
un pájaro”.
Tocando, manejando estos libros, he vuelto a acordarme y a sobar los
minúsculos ejemplares de la Enciclopedia Pulga, que heredé de mi padre, y que
conservo como una prolongación de él, guardada como un tesoro que solo rescato
para la memoria cuando lo cambio de lugar. O cuando abordo la lectura de otros
libros pequeños que me lo recuerdan. Seguro que tienen algo que decirnos, están
diciéndonos que, en este tiempo de globalización y de macroeconomía, tenemos la
salvación a nuestro alcance en lo pequeño. No tanto en la nanotecnología, como
en el formato: el de aquella aldea gala que sigue defendiéndose del Imperio Romano
con una pócima secreta, mucho menos importante que su forma de organizarse y de
valorar las cosas.
Eloy Sánchez Rosillo: En el árbol
del tiempo. Pre-Textos, Valencia, 2012; Olvido
García Valdés: El mundo es un
jardín. Círculo de Bellas Artes, Madrid, 2010; Susana Benet: Huellas
de escarabajo. La Veleta, Granada, 2011
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