Recibo cada semana un correo electrónico, uno de tantos, con consejos
sobre salud muy bien documentados, o argumentados, o ambas cosas. Resulta
chocante que haya correos profesionales que no me da tiempo a leer, y que este
sí que lo hojee y hasta lo aguarde con curiosidad. En el primer mensaje del año
13, me anima a seguir unas propuestas sencillas que asegura que mejorarán mi
vida. La primera, que sonría, que es un gesto que libera endorfinas y encima
rebota en la gente con la que convives y te devuelve un reflejo estimulante. La
segunda, que recuerde los nombres de las personas y las nombre cuando me dirija
a ellas. Se intentará. Cuando llego a la tercera propuesta, me doy cuenta de
que tendré que corregirme mucho, si lleva razón: “Deje de desearle ánimo a todo
el mundo”. Resulta que decirle a la gente “ánimo” tiene un componente
subliminal que recuerda de inmediato la crisis en la que nos debatimos y
castiga más que ayuda, a menos que uno esté al borde del precipicio y tenga que
saltar, que entonces sí que es adecuado y de agradecer.
Vaya, pues me he dedicado a añadir la coletilla de “a pesar de la que
nos está cayendo”, cada vez que le deseaba a alguien feliz año. Eso, o algo similar,
aunque con la pretensión de que pareciera ingenioso. Y diría que, en el 90% de
las felicitaciones navideñas que he recibido, había también alguna alusión, más
o menos ligera, más o menos irónica, a la que nos espera. ¿Y qué es exactamente
la que nos espera? Pues no sé bien. Ha llegado un momento en que he desenfocado
un poco la vista. Sigo leyendo los periódicos y oyendo las noticias, pero con
la misma actitud con la que, en una película de terror, uno se tapa los ojos y,
como mucho, escudriña por las rendijas de los dedos lo que está pasando. Y creo
que no soy el único. Me da la sensación de que los informativos de la 1 han
pegado el bajón que han pegado a cambio de que se pongan de moda otra vez los
documentales de la 2, donde la matanza es natural, resulta ecológica, y la
sufren los cérvidos en vez de las personas.
Naturalmente acumular malas noticias es una argucia que utiliza el
poder para desactivarnos. Y naturalmente funciona. Somos informávoros, es decir
que tendemos a devorar información, incluso más información de la que somos
capaces de asimilar, a condición de que tengamos una idea, aunque sea muy vaga,
de qué hacer con ella. Pero cuando la información que se acumula es una catarata
de malas noticias, que se acentúan los viernes, cuando uno está ya con la
guardia medio baja; cuando uno constata que no puede hacer nada con esa
información, salvo sufrirla, entonces se pone en marcha la reacción B, la que
enunciaba el pájaro de Eliot: “El corazón del hombre no soporta demasiada
realidad”. Y ahí es donde entran en juego los dedos que se tapan los ojos y los
documentales sobre la sabana africana. Incluso, en medio del desánimo, somos
capaces de caer en el síndrome de Estocolmo y llegar a creernos la pamema de
que en el segundo semestre del año la crisis irá poco a poco amainando y que en
el 14 esto va a subir como la espuma.
¿Pero cómo va a cambiar, si no cambian de política? Si están haciendo
lo contrario de lo que deberían. Y sabemos que no piensan cambiar porque no les
dejará la Merkel. Ni siquiera se estabilizará. Seguirá empeorando. Leo la
cuarta propuesta de mi consejero de salud: “Nunca se queje. Es una norma absoluta”.
¿Que no me queje? ¿Entonces qué nos queda? Muy fácil: ¿qué les molesta? ¿Qué nos
manifestemos? Por algo será. A
manifestarse y a reivindicar todos los derechos que nos han ido y nos siguen
arrebatando. Por supuesto, sonriendo y llamando a cada cual por su nombre,
mientras nos manifestamos. Pero nada de quejarse. Solo manifestarse. Manifestarse
continuamente. Es el consejo que me han dejado los Reyes Magos en los zapatos.
Cuestión de salud, que es lo primero.
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