Clases medias



Hace unas semanas leí que el Rin no mide lo que hasta ahora se creía. Que estaba mal medido, vamos. Y además, no desde ayer, sino desde por lo menos un siglo. Generaciones y generaciones de centroeuropeos han memorizado la longitud incorrecta del río. Más de uno incluso habrá suspendido por no sabérsela con exactitud. Y todo para nada. Lo midió algún tipo laborioso y después el resto de los autores de libros de geografía, incluidos por supuesto los de texto, han bebido en la misma fuente dando por hecho que era correcta. Para que nos desengañemos de una vez y podamos afirmar orgullosos que no es exclusivo de España el dicho de que el trabajo está muy bien mirado y que hay un peón dándole al pico, mientras tres capataces, el encargado de la contrata, dos de la subcontrata y un ingeniero le indican lo que tiene que hacer y una docena de jubilados dan el visto bueno definitivo. Y eso que ni el Rin ni la magnitud metro se han movido de sus dimensiones, que sepamos. Que lo del metro también tiene su historia. Porque, como tantas cosas, como el agua que mana por el grifo o la luz que se enciende al pulsar un botón, nos parece que el metro formaba ya parte de la civilización desde que Protágoras barruntó que el hombre era la medida de todas las cosas. Pero no veas la de vueltas que le dieron al asunto hasta fijar su longitud exacta. A punto de entrar en el siglo XIX, en 1791, aún estaban con que un metro era la diezmillonésima parte de la distancia que hay entre el polo norte y el ecuador, que vete y mídelo si tienes dudas. Ahora ya está mucho más claro que es la distancia que recorre la luz en trescientas millonésimas de segundo, siempre que lo haga en el vacío. Bueno, no son trescientas millonésimas exactas, sino que lo estoy redondeando de forma acientífica con el fin de abreviar y no ocupar una línea entera con dígitos. ¿Cómo consiguen medir la distancia que recorre un rayo de luz en un tiempo en que no da tiempo ni a resollar? No me lo pregunten. Hasta ahí no llego. Aunque si alguien quiere reclamar, por ejemplo un saltador de longitud que piensa que su brinco mide más de lo que apuntan los jueces o un ranchero que considera que paga más que lo que debiera por los metros cuadrados de su finca, pueden acercarse a reclamar a la Oficina de Pesos y Medidas de París, donde se conserva una barra de platino e iridio con la que pueden comparar su vara de medir. Lo de platino e iridio me lo aprendí de memoria en el bachillerato porque me resultaba chocante la aleación, que supuse que intenta que los cambios de temperatura no la dilaten ni la encojan. Seguro que la conservan a salvo de altibajos térmicos y de humedad. En cambio las cintas métricas con las que se miden los saltos de atletismo y las parcelas supongo que estarán fabricadas con materiales susceptibles de deformarse, siquiera mínimamente, con las alteraciones climatológicas. De modo que su exactitud es relativa. Y eso que todo lo mencionado tiene una forma física, se puede tocar, lo tenemos ahí delante: el río Rin, la barra dichosa en su hornacina. Imagínense que alguien nos habla de un hombre normal. Le podemos responder: qué entiende usted por normal. Eso cómo se mide. Porque la normalidad es una medida aproximada e ideal. La normalidad no existe. Nadie es normal. Todos tenemos rasgos físicos que nos caracterizan y de los que algunos se operan para acercarse más a la normalidad. Luego están las manías, que nos alejan de ese rasero. La cosa se complica cuando alguien habla de clases medias. En los años sesenta, se consideraba de clase media a las familias que viajaban en seiscientos o en un utilitario parecido. Ahora que hay menos seiscientos, la medición resulta más complicada. Por eso, cuando el otro día Zapatero balbució que a las clases medias no les iban a subir los impuestos, nos asaltó la duda: cuánto mide exactamente el Rin.


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