Cuando está acabando mayo, cuando vuelve la calor (como dice el romance), se nos llena el paisaje de amapolas, comuniones y graduaciones. El rojo de las amapolas ilumina las laderas y sirve de recreo para los ojos. En cuanto a las comuniones, como el resto de los ritos religiosos, se van despoblando en un goteo lento pero inexorable. Qué decir de las bodas, que mucha gente ve ya con una ironía maliciosa como la antesala del divorcio. Nos van quedando los entierros, porque nunca falta materia prima para celebrarlos y el protagonista no suele quejarse. En fin, que los ritos religiosos, que habían devorado a los antiguos ritos paganos de tránsito, acción de gracias y purificación, van destiñéndose y dejándonos a solas con la realidad desnuda, que conforma un panorama poco alentador. Ya sabemos que el ser humano está muy lejos de ser un animal racional. No es la razón precisamente lo que prima en nuestro comportamiento. Necesitamos acontecimientos prodigiosos e irracionales, historias de dioses, semidioses, héroes o monstruos con las que identificarnos igual que necesitamos que luzca el sol. Necesitamos adorar unos símbolos para mantener la cordura. Lo escribió el certero Eliot: el corazón humano no soporta demasiada realidad. Y como faltan rituales civiles que sustituyan a las ceremonias en trance de extinción, tendemos a armar la marimorena de una catarsis colectiva con cualquier excusa. La más socorrida últimamente es que gane alguna copa tu equipo favorito o, en caso de que se halle lejos de la posibilidad, al menos que se libre del descenso. Cualquier motivo es válido para echarse a las calles a tocar el claxon, ondear las banderas, sudar con las bufandas de los colores emblemáticos, berrear como posesos ripios infames que resultarían vergonzosos a cualquier otra hora y ocasión, pisotear los arriates municipales y hasta bañarse en fuentes que estaban ahí para otra cosa. El caso es sentirse partícipe de un grupo, fundirse con una masa enfervorizada, confundirse con la alegría colectiva, a costa de ídolos creados por el marketing y la pasta gansa, que sustituyen en la invención de rituales a los antiguos profetas. Y como somos tantos y tan heterogéneos, proliferan las ceremonias como las amapolas. Un botellón, por ejemplo, no deja de ser un rito nocturno concelebrado por una multitud de adolescentes que liban litronas e imponen sobre el templo de la ciudad de los que intentan dormir el sahumerio de sus cigarros y la ruidosa jaculatoria de sus conversaciones, interrumpidas por el amén de sus risas y de sus motos. En cualquier otro templo que no fuera este de paz, la ceremonia carecería de sentido. Así parecen entenderlo los ayuntamientos, cuyos representantes residen probablemente en un apartado Olimpo, absortos en su propia ceremonia del avestruz. Siempre ha admirado la capacidad de tantas criaturas humanas para disolverse en la emoción multitudinaria, un don que se me da fatal. Sin duda hay que nacer para ello. Igual que unos somos más susceptibles de ser hipnotizados que otros, hay gente que se integra con más facilidad en la fiesta colectiva, ya se celebre la efeméride insegura de que un rey reconoció una feria, el mitin político de cada domingo cuando hay menos noticias y se aseguran cobertura mediática los partidos, o una huelga colectiva. Y cuando digo que admiro a quienes tienen esta virtud, lo digo sin pizca de ironía. Nada más incómodo que ver a los demás bailando y no saber dónde guardar las manos ni donde esconderte. “Cuando más te acachas más se te ve”, te señala un refrán, certero como todos los refranes. En fin, es una maldición como cualquier otra, porque soy el primero que piensa que necesitamos recuperar ritos civiles perdidos o inventarnos unos nuevos. Por ejemplo el de las graduaciones en los institutos, que se ha puesto de moda en los últimos lustros y que sirve de ceremonia de transición a la vida adulta de los adolescentes que terminan segundo de bachillerato. Ese ritual hace falta. Nadie debería dar un salto tan importante sin aferrarse a un mito, a un recuerdo, a un baño colectivo, aunque sea al modo yanqui. Y debe ser solemne y pomposo, como todos los rituales.
Este blog reúne las reseñas de libros de poesía que Arturo Tendero ha ido publicando cada semana desde el 9 de enero de 2016. En la última semana de cada mes, aparece un resumen en InfoLibre
Rituales modernos
Cuando está acabando mayo, cuando vuelve la calor (como dice el romance), se nos llena el paisaje de amapolas, comuniones y graduaciones. El rojo de las amapolas ilumina las laderas y sirve de recreo para los ojos. En cuanto a las comuniones, como el resto de los ritos religiosos, se van despoblando en un goteo lento pero inexorable. Qué decir de las bodas, que mucha gente ve ya con una ironía maliciosa como la antesala del divorcio. Nos van quedando los entierros, porque nunca falta materia prima para celebrarlos y el protagonista no suele quejarse. En fin, que los ritos religiosos, que habían devorado a los antiguos ritos paganos de tránsito, acción de gracias y purificación, van destiñéndose y dejándonos a solas con la realidad desnuda, que conforma un panorama poco alentador. Ya sabemos que el ser humano está muy lejos de ser un animal racional. No es la razón precisamente lo que prima en nuestro comportamiento. Necesitamos acontecimientos prodigiosos e irracionales, historias de dioses, semidioses, héroes o monstruos con las que identificarnos igual que necesitamos que luzca el sol. Necesitamos adorar unos símbolos para mantener la cordura. Lo escribió el certero Eliot: el corazón humano no soporta demasiada realidad. Y como faltan rituales civiles que sustituyan a las ceremonias en trance de extinción, tendemos a armar la marimorena de una catarsis colectiva con cualquier excusa. La más socorrida últimamente es que gane alguna copa tu equipo favorito o, en caso de que se halle lejos de la posibilidad, al menos que se libre del descenso. Cualquier motivo es válido para echarse a las calles a tocar el claxon, ondear las banderas, sudar con las bufandas de los colores emblemáticos, berrear como posesos ripios infames que resultarían vergonzosos a cualquier otra hora y ocasión, pisotear los arriates municipales y hasta bañarse en fuentes que estaban ahí para otra cosa. El caso es sentirse partícipe de un grupo, fundirse con una masa enfervorizada, confundirse con la alegría colectiva, a costa de ídolos creados por el marketing y la pasta gansa, que sustituyen en la invención de rituales a los antiguos profetas. Y como somos tantos y tan heterogéneos, proliferan las ceremonias como las amapolas. Un botellón, por ejemplo, no deja de ser un rito nocturno concelebrado por una multitud de adolescentes que liban litronas e imponen sobre el templo de la ciudad de los que intentan dormir el sahumerio de sus cigarros y la ruidosa jaculatoria de sus conversaciones, interrumpidas por el amén de sus risas y de sus motos. En cualquier otro templo que no fuera este de paz, la ceremonia carecería de sentido. Así parecen entenderlo los ayuntamientos, cuyos representantes residen probablemente en un apartado Olimpo, absortos en su propia ceremonia del avestruz. Siempre ha admirado la capacidad de tantas criaturas humanas para disolverse en la emoción multitudinaria, un don que se me da fatal. Sin duda hay que nacer para ello. Igual que unos somos más susceptibles de ser hipnotizados que otros, hay gente que se integra con más facilidad en la fiesta colectiva, ya se celebre la efeméride insegura de que un rey reconoció una feria, el mitin político de cada domingo cuando hay menos noticias y se aseguran cobertura mediática los partidos, o una huelga colectiva. Y cuando digo que admiro a quienes tienen esta virtud, lo digo sin pizca de ironía. Nada más incómodo que ver a los demás bailando y no saber dónde guardar las manos ni donde esconderte. “Cuando más te acachas más se te ve”, te señala un refrán, certero como todos los refranes. En fin, es una maldición como cualquier otra, porque soy el primero que piensa que necesitamos recuperar ritos civiles perdidos o inventarnos unos nuevos. Por ejemplo el de las graduaciones en los institutos, que se ha puesto de moda en los últimos lustros y que sirve de ceremonia de transición a la vida adulta de los adolescentes que terminan segundo de bachillerato. Ese ritual hace falta. Nadie debería dar un salto tan importante sin aferrarse a un mito, a un recuerdo, a un baño colectivo, aunque sea al modo yanqui. Y debe ser solemne y pomposo, como todos los rituales.
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Arturo, siempre andas en altura, pero en éste te superas. Brillante, hondo, lleno de gracia... Un abrazo. Antonio C.
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