Libros viejos


Los libros viejos son como los vampiros. Se mueren por efecto de la luz. No de una sola exposición, claro. Primero se deshidratan, luego languidecen y van debilitándose hasta desmigajarse. Es cuestión de tiempo, que no se cuenta con medidas humanas, sino con otras más similares a la paciencia de los árboles. Algo habíamos oído, pero hemos terminado de saberlo durante un curso en la Biblioteca Nacional, en la que por cierto andaban vaciando la sala noble de muebles y cacharros, sin duda despejándola para la toma de posesión del nuevo director. A estas alturas, mientras escribo estas líneas, aún no sabemos qué espíritu ansioso terminará aceptando el cargo. Sólo que ni la anterior directora ni los técnicos están de acuerdo con que se degrade a su mandatario, aunque sea un solo escalón, de Director General a Subdirector General, porque sienten que es como degradarlos a todos, a los seiscientos veinticinco trabajadores, el palacio decimonónico de Recoletos, el depósito de Alcalá de Henares y los veinte millones de piezas que albergan, protegen y restauran. De hecho incluso le habían ofrecido a Milagros del Corral, la dimisionaria, seguir cobrando lo mismo pero con menos galones y dijo que nanay. Y poco después Juan Pablo Fusi, ex director de la institución, también ha renunciado a la prebenda de ser miembro del patronato, por lo mismo, porque antes está la dignidad que los honores. En una sociedad como la nuestra, con tanta gente abriéndose camino a codazos para acceder a una sinecura, cualquiera que sea, ese repentino alarde de honra sólo podía darse en una institución consagrada a los libros. Los libros que son como niños, quién lo diría. Necesitan unas condiciones de temperatura y humedad estables y discretas para no enfermar. Necesitan de limpiezas periódicas y que quien los use sepa cómo extraerlos del anaquel tomándolos por el centro del lomo y cómo abrirlos para no forzar su estructura. Hemos sabido que algunos nacen ya con enfermedades genéticas. En concreto, todos los que se imprimieron entre 1840 y 1930, más o menos, que tuvieron la desgracia de venir al mundo en un tiempo en que se cuidaba poco el papel. Esos están condenados a desvanecerse en un siglo más o menos, por acidez. Fondos ácidos los llaman. Y requieren de un cuidado tan extremo para prolongar su precaria existencia que incluso en la misma Biblioteca Nacional no dan abasto a cuidarlos. Es preciso separar unos de otros, porque la acidez del papel se contagia de un libro al vecino. Por supuesto vigilar la humedad y la temperatura, preservar de la luz e incluso guarecer en cajas individuales fabricadas con cartulina libre de acidez. He sido testigo privilegiado del esmero con que devuelven a la vida, con cuidado exquisito, ejemplares roídos por los ratones, carcomidos, devorados por cucarachas y por peces de plata, incluso chopados por unos bomberos solícitos que se esmeraban para salvarlos de un fuego y los condenaban a una enfermedad aún peor para los libros, el agua. ¿Podrán preservarlos de los políticos y de sus decisiones apuradas y cortoplacistas? Está por ver. Al menos, de momento, algunos ya han tenido el valor y la generosidad de dar un paso atrás y negarse a bajar el primer escalón, que por ahí se empieza. Cierto que ya antes habían visto menguar escandalosamente sus presupuestos, como todos, de la manera espartana con que se recortan los presupuestos culturales. Eso pase. Pero, como entonaba el alcalde de Zalamea, “al rey, la hacienda y la vida se ha de dar, pero el honor es patrimonio del alma, y el alma…” Bueno, el alma, o lo que sea, es personal e intransferible. En estos tiempos de gentes sin alma propia, benditos sean los que dicen no. Que en eso estamos los pensionistas y los funcionarios, en decir no, sin saber cómo, a pagar de nuestro bolsillo los platos rotos de la crisis, sin haber comido ni bebido del banquete financiero que la provocó y al que, curiosamente, nadie le exige las cuentas. Salgo del hospital de libros de la Biblioteca Nacional a la vida cruda de la calle, donde la luz que más mata es el dinero.

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