Música celestial


Hemos mirado mucho al cielo tratando de ver más de lo que ven los ojos, que cada vez ven menos, entre la miopía y la contaminación lumínica (una auténtica pandemia). No importa: en ese temblor sideral, en esa profundidad inmensa de lo oscuro, intuimos que están sucediendo cosas que marcan nuestro propio temblor, tan modesto y a la vez tan altanero. Hace 400 años Galileo ahondó más allá de lo que ven los ojos y lo que descubrió resultaba tan deslumbrante y nos empequeñecía tanto que casi se lo cargan por describirlo. Ahora, un grupo de científicos capitaneado por el suizo Mayor ha descubierto de golpe 32 planetas extrasolares que ni alcanza la vista ni se dejan ver por los telescopios. Hace falta una máquina mágica, el Buscador de Planetas por Velocidad Radial de Alta Precisión, que se acopla al telescopio. Gracias a este ingenio se conocen ya 350 exoplanetas, como llaman los astrónomos a los planetas integrados en sistemas estelares parecidos al nuestro. Se sabe que están ahí por el ligero temblor que produce su fuerza gravitacional en la trayectoria de los astros en torno a los que giran. Son invisibles para nosotros, pero capaces de alterar la trayectoria de la luz que los alumbra, la luz que sí alcanzamos a ver. Por eso sabemos que ahí están, tan lejos que forman parte de una nube de cálculos infinitesimales, apenas más que un sueño. Escipión El Africano, ahora de moda en una trilogía novelesca, tuvo un sueño en el que podía oír la música que las esferas producen en su discurrir por el cosmos. Una música inaudible para los humanos, que sin embargo las sucesivas generaciones han asociado a la armonía de la naturaleza y que inspiró a Einstein la Ley de la Relatividad. Pues bien, hace un lustro, la NASA probó que esa música existe y que suena trescientas veces más baja de lo que es capaz de captar nuestro oído. Sin embargo, la absorbe nuestro espíritu. Es el silencio de una noche de luna o de una noche estrellada, mejor si es junto al mar o junto a un río, cuando toda la luz astral fluye a través de los iones y recarga nuestras carnales baterías. La física cuántica, que empezó a desvelarse hace un siglo y que ahora avanza a pasos agigantados, nos muestra que ese cielo estrellado que nos parece tan abismal está sucediendo dentro de nosotros. Que la distancia entre las partículas que componen la materia de la que estamos hechos es tan sideral como la que creen distinguir nuestros sobrevalorados ojos. Cuando callamos al fin, cuando somos capaces de contener el ruido de nuestras ideas, se oye el silencio de los astros, la armonía de las esferas que nos conforman, hermanas de esos planetas extrasolares que acaban de intuir los astrónomos y por supuesto hermanas de todo lo que nos rodea, sean subsaharianos, mariposas que agitan sus alas en Pekín o virus de la gripe A.

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