Carmen Conde: En pie la llama

CARMEN CONDE
En pie la llama
Renacimiento, Sevilla, 2020

«Antes que la tierra empezara a ofrecerme tumbas, ya sabía yo a qué sabe la tierra».

Carmen Conde (1907-1996) fue una pionera. La primera mujer miembro de la Real Academia de la Lengua Española (1978). En 1967 había recibido el Premio Nacional de Poesía por su Obra poética (1926-1966). De modo que abrió caminos hasta entonces vedados a las mujeres. Pero, quizá por eso mismo, su nombre pesa como un símbolo mientras que su obra lleva muchos años durmiendo el sueño de los justos. Para romper este olvido, Fran Garcerá ha preparado una antología que intenta devolvernos a la poeta por encima de los premios y los ditirambos. Desde el prólogo, el editor nos recuerda que Conde fundó con su marido Antonio Oliver la primera universidad popular en Cartagena al tiempo que emprendía una ambiciosa aventura epistolar. En su fundación se conservan 36.000 cartas. Con ambas vías tejió redes de afecto, amistad y colaboración con escritores, intelectuales y gente de la cultura en general. En 1947 publicó Mujer sin Edén, un libro que el prologuista asocia con Sombra del paraíso de Aleixandre e Hijos de la ira de Dámaso Alonso, que aparecieron solo tres años antes. Un libro que se convirtió en referente para la poesía femenina española posterior a los años 40. Leyéndola ahora, desde la cómoda distancia de los años, parece que ese libro de Conde resulta artificioso porque se inclina más hacia el lado social que hacia el surrealista. En cambio, en libros anteriores y en algún poema posterior exhibe imágenes audaces, una fuerza flamígera y una frescura reconocible, unidas casi siempre al alejandrino: «Estoy encendida, sí; encendida de mediodía exacto, de tarde cumplida. Y mi fe en la luz es mi única lumbre. // Aprended todos de mí a llevar muy en pie la llama». A lo largo del libro hay momentos deliciosos, como la segunda estrofa de «Naufragio de la razón pensativa»: «que te nombro dormida, que te llamo sin sueño, / que te árbol sin pájaros, que te arroyo sin hojas, / que te nardos sin vino, ¡Qué locura y qué espanto / de mis noches sin Noche, / de mis días sin Día!».

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