Madrid 1605



En un diálogo público que mantuvieron Ken Follet y Arturo Pérez Reverte en una Feria de Frankfurt, concluyeron que cualquier best-seller que se precie contiene cinco elementos: emoción, cierta sensación de búsqueda del tesoro, el valor de los personajes, un trasfondo histórico y muy buena documentación, porque, según ellos, los lectores de best-seller, además de divertirse, quieren aprender. No sé si Eloy M. Cebrián (Albacete, 1963) leyó aquel pentálogo o si le ha salido así motu proprio, pero lo ha clavado. No en vano su novela ha seducido a los jurados de dos premios tan prestigiosos como el Fernando Lara y el Ateneo de Sevilla, hasta el punto de que quedó segunda en ambos, el lugar que, según el mismísimo don Quijote, identifica al verdadero ganador: «procure vuestra merced llevar el segundo premio, que el primero siempre se lleva el favor o la gran calidad de la persona, el segundo se le lleva la mera justicia…»
Para ser rigurosos, habría que nombrar como coautor de Madrid 1605 al profesor Francisco Mendoza (1943), ya que de este modo figura en los créditos. Desde que apareció en las librerías, se les requiere continuamente a ambos para que expliquen cómo se escribe una novela a cuatro manos. Ellos contestan una y otra vez que el procedimiento fue sencillo: Mendoza puso la idea, el impulso que desató la historia y mantuvo viva la inspiración de Cebrián, mientras que este aportó la prosa. Una respuesta tan simple que no convence a nadie, lo que incrementa el misterio. Está claro que las simplificaciones no son satisfactorias. Ni fieles a la realidad. Está claro que el proceso de escritura no se limita a poner la prosa, sino que incluye todo un abanico de técnicas que Cebrián ha ido perfeccionando en sus novelas anteriores (más eco mereció y sigue mereciendo Los fantasmas de Edimburgo).
Es el dominio del oficio el que nos proporciona la emoción, que no es directamente inyectable de la vida o de la imaginación a la literatura, sino que requiere reelaboración, estructura y sabia administración para que funcione en el relato, para que nos mantenga en vilo, para que nos absorba más y más conforme avanza la lectura. En cuanto a Francisco Mendoza, ha incorporado sus vastos conocimientos de bibliofilia, especialidad en la que es autor de dos volúmenes de reconocido prestigio: La pasión por los libros y Un acercamiento a la bibliofilia. Con Mendoza como asesor y documentador, la novela además de emocionar, enseña. Porque los dominios del experto van más allá de lo que existe, y son capaces de acercarnos con la máxima verosimilitud a lo que a él le gustaría que existiese. Que tal vez exista, qué demonios.
Es este juego con la realidad y la ficción uno de los grandes atractivos de la novela. De hecho, los personajes históricos se mezclan con los ficticios, pugnando en credibilidad con tipos con los que podemos cruzarnos por la calle o por la Biblioteca Nacional, entre los que hace un cameo el propio Pérez Reverte. No parece tampoco del todo inventado el protagonista Erasmo López de Mendoza, que presenta sospechosas coincidencias con el coautor Francisco Mendoza, hasta el punto de que quienes lo conocemos acabemos preguntándonos si no debiera figurar como actor; caracterizado, claro está, detrás de ciertas licencias literarias. Y esta sospecha nos empuja a buscar otros parecidos, lo que incrementa el número de novelas que hay dentro de la novela y el número de tesoros que buscar más allá de los manuscritos que aparecen y vuelven a esfumarse.
No sé si el club de fans de Lope de Vega terminará protestando por el papel que le toca jugar en la trama al Fénix de los Ingenios o si los expertos en bibliofilia disfrutarán de una lectura añadida enmendándole la plana en minúsculos detalles al documentador. El caso es que la novela avanza con una eficacia de best-seller, en alas de una prosa que cambia con la voz de quien la enuncia, sin perder rigor ni sonoridad. Se me ocurre que ahora averiguaremos si Follet y Pérez Reverte estaban en lo cierto o se les olvidó mencionar algún ingrediente para que la fórmula funcionase.
ELOY M. CEBRIÁN Y FRANCISCO MENDOZA: Madrid 1605. Algaida, Sevilla, 2012

Canción errónea



Unos meses antes de su muerte, el poeta Ángel González me comentó que se sentía desconectado del mundo. No sé si fueron las palabras exactas, pero el sentido era este: que sentía que entre el mundo y él se abría una zanja ya insalvable. E identificaba este sentimiento con la pura vejez. Se han reavivado en mi memoria aquellas palabras leyendo el libro Canción errónea, de Antonio Gamoneda. Y es curioso, porque entre ambos parece que había abierta también una zanja insalvable. Al menos, muchos amigos de González interpretaron que Gamoneda lo menospreció cuando, nada más conocerse la noticia del fallecimiento, hizo una primera valoración pública sobre su paisano (ambos habían nacido en Oviedo y ambos se alejaron pronto de la capital asturiana). Prácticamente los mismos amigos de González volvieron a cargar sobre Gamoneda al año siguiente, cuando volvieron a interpretar que menospreciaba esta vez al recién fallecido Mario Benedetti.
Pero lo que me ha hecho recordar las palabras de Ángel González no han sido aquellas anécdotas en la que seguramente todos ponen un poco de razón y bastante de pasión, sino porque el poemario entero de Gamoneda destila el sentimiento del que me hablaba González: la desconexión del mundo, la desconexión del interés por la vida, que no es exactamente resignación ni aceptación. Todo el libro, en todas las páginas, emana ese lento desasirse de la vida, desde el primer poema: “Ahora mismo atiendo distraído a mi estertor. No hay en mí memoria ni olvido; única y simplemente lucidez. // Han desaparecido los significados y nada estorba ya a la indiferencia. // Definitivamente me he sentado / a esperar la muerte / como quien espera noticias ya sabidas.”
El fraseo característico de Gamoneda avanza unas veces en versículos, prolongados con ayuda de corchetes, que luego se rompen y reaparecen en una palabra solitaria en el otro extremo de la página, zigzagueando, como si retomaran un discurso fragmentado por una respiración dificultosa o por una memoria que cae en repentinos desfallecimientos y que vuelve de pronto a retomar su caudal. Y siempre, de manera hipnótica, acumula estos mensajes: “La rosa es bella, ¿para qué?”, o más adelante: “Vivir es extrañeza. No procede salvarse.” Y unos poemas más tarde: “Desprecio / la eternidad.” Sin nada que temer ya, con una aparente (solo aparente) despreocupación por la forma, Gamoneda, como esos ciclistas que no terminan de integrarse pero tampoco pierden de vista al pelotón de cabeza, hace la goma con la vida.
No es un libro de grandes poemas, es un libro de un clima envolvente que rezuma credibilidad por encima, y a pesar, de los tics habituales del poeta recriado en León. Él mismo aclara en un epílogo que llama Notas y confidencias que se ha despreocupado del orden y de poner títulos, subtítulos o lo que fuera. Y añade que no faltan en el libro “reiteraciones léxicas y fraseo recurrente, y tampoco expresiones” que ya estaban en su poesía anterior. Pero necesitaba que en este momento su poesía fuera así. Y así se queda. Y así la leemos y disfrutamos hasta el epílogo, que se complementa con un índice onomástico de los personajes anónimos que inspiran algunas de las piezas, y otro índice alfabetizado de primeros versos o frases iniciales. Un minucioso complemento informativo que sirve para rellenar el rompecabezas de la curiosidad, pero que nada aporta ni resta al resultado lírico, como no sea insinuar que debajo del desorden proclamado subyace una estructura propia de ingeniero.
Su nieta Cecilia, los pintores, los poetas amigos, vivos y muertos, y hasta el que le arregló un armario, asegura el poeta que están detrás de esta colección de poemas que no se necesitan más que a sí mismos. Poemas en los que se ve cada mañana y se sorprende y hasta se siente ajeno (Un desconocido habita en mí). “Nos encontramos una y otra vez con nosotros mismos, / con nosotros mismos, rodeados de combustibles y animales sigilosos”. Nos encontramos con lo que otros, amigos o rivales, se encontraron antes. En Librería Popular, adonde acompañara a ambos, en años diferentes, verifico que la edad los ha traído al mismo poema, al mismo libro, al mismo lugar.
ANTONIO GAMONEDA: Canción errónea. Tusquets, Barcelona, 2012

Eduardo Mitre




Confieso que me he cabreado leyendo a Eduardo Mitre (Oruro, Bolivia, 1943). Me pasa a veces. Como lector soy un poco fundamentalista, qué le vamos a hacer. Cuando supe que los Pre-Textos editaban en un solo volumen sus poemarios anteriores a 1998, después de haber publicado independientemente cada uno de los tres posteriores, sentí curiosidad. No había leído nada de Mitre, pero la fidelidad de la editorial valenciana es una garantía para mí. Y ya con el libro en casa, y antes de hincarle el diente, un artículo de Antonio Muñoz Molina incrementó mi intriga. El escritor granadino glosaba, desde la amistad, un poema evocador de Mitre sobre Granada. La ciudad del Genil había sido la tierra prometida de su padre, de origen palestino, pero el poeta solo pudo visitarla después de muerto este. Eso sí, lo hizo acompañado por el recuerdo de su progenitor, tan intenso como una sombra.
Me volqué en la lectura con una continuidad que es mejor reservar para la prosa. Como suele ocurrir cuando se alinean los poemarios cronológicamente, se ve evolucionar el estilo del poeta y afianzarse su voz. Mitre creció deudor de Huidobro, sobre quien escribió su tesis doctoral, pero también de Octavio Paz y de la poesía francesa. Renuncia a un hilo narrativo y construye el poema por estrofas, que van acumulando imágenes. Al tiempo practica la poesía visual y el caligrama. También el haiku, tal y como lo entendía Paz, es decir más retórico y reflexivo que sensorial al estilo japonés. En cada una de estas facetas, Mitre pone un mimo y un control exquisitos. Sin restarle méritos a este periodo, alcanza la madurez, para mi gusto, en Mirabilia, donde se centra en una silla o una mesa y escribe, con ese pie forzado, poemas llenos de ingenio y a la vez de lírica. En Líneas de otoño, cambia a temas más evanescentes, con la ausencia como ingrediente de fondo.
¿Dónde nace, entonces, mi cabreo? En la deplorable facilidad. En la estela del Neruda de las Odas elementales, Mitre apunta a objetos cotidianos, sin valor aparente, y los ilumina con su poesía. Los poemas crecen en estrofas rimadas, que parece que brotan con la misma espontaneidad irreflexiva con la que el chileno escribía hasta en las servilletas de los bares. Pero llega un momento en que esa inercia se vuelve contra la propia obra, se convierte en acumulación que no enriquece, sino que deprecia los logros. Los libros de poesía van creando un clima, una atmósfera con la que el lector avanza conectado, hipersensible a las perlas, predispuesto a la iluminación. En esta antología, el último centenar de páginas me distancia de esa niebla grata y me abandona a un sonsonete de coplas y de ripios, de poemas sociales, circunstanciales y homenajes, que me bajan a tierra, ya incapaz de remontar el vuelo.
Afortunadamente, los libros no son como las películas. Puedes parar y volver y paladear lo que ha merecido la pena y cambiar el regusto final, el que te hará volver. Como en los mejores libros, hay un puñado de poemas memorables. Y muy variados. Están los eróticos, como Húmeda llama o Sobre tus cejas, los elegiacos como Yaba Alberto, los elementales como La mesa o El vino, los reflexivos como A la música o A la poesía. Y luego están las perlas inclasificables, repartidas por todo el volumen. A veces se acercan al haiku: “Los años no han pasado por la nieve: / el abuelo y el niño siguen andando”. A veces a la greguería: “En el fondo del rábano hay un atleta en potencia”. También al aforismo: “Olvidar es morir / y renacer otra persona.” Incluso a la adivinanza: “Y su nombre vuela / de nuestros labios / como una gaviota más” (el mar).
Podría seguir seleccionando un ramillete más de estos hallazgos. Prefiero sin embargo resistirme a su profecía temeraria: “Cortesía desmesurada, / el silencio se inclina / y me cede la palabra”. Al fin y al cabo, “Las palabras alumbran / pero hablar / nubla”. Y con este sencillo repaso, se disipa el cabreo: “Otoño corto: el crepúsculo.” Ahora la curiosidad me llama a esos tres libros posteriores que aún no conozco.
Eduardo Mitre: Obra poética (1965-1998). Pre-Textos, Valencia, 2012

Flor de Antologías



Algunos aficionados a la poesía han preguntado en las librerías y me han preguntado  a mí cómo conseguir la antología Diez de diez, Poesía española reciente. Las redes sociales amplifican cualquier noticia que surge en el mundo de la literatura y poetas como Iribarren, Salvago o Pablo García Casado, por mencionar a tres de los que estamos incluidos en la partida, tienen ese grupo de lectores fieles, interesados en devorar cuanto publican. La respuesta es singular: el libro lo ha editado Tedium Vitae, una editorial mexicana, radicada en la Guadalajara del país azteca. El objetivo, que expresa Sergio Ortiz en el prólogo, es dar a conocer a un grupo de poetas españoles que no han sido editados en México o que lo han sido en muy pocos casos. Quiere esto decir que la difusión está centrada en Guadalajara, y por eso su aparición ha coincidido con la Feria literaria más importante del castellano. Pero va a ser complicado, de momento, consultarlo a este lado del Atlántico.
Añade Ortiz que no se trata de una antología, cosa que suelen repetir casi todos los antólogos para curarse en salud. Lo que sin duda quiere puntualizar es que no pretende ser una selección de los mejores poetas españoles, lo que resaltaría más las omisiones que las inclusiones, sino una muestra de autores representativos. Pero la palabra antología viene del griego y ha pasado por el latín, antes de llegar a nuestro idioma. En su origen, significaba “selección de flores” y ha terminado siendo una “colección de piezas escogidas de literatura, música, etc” (R.A.E.). Allí donde hay alguien que “escoge” poemas, hay un antólogo, aunque no se haya propuesto espigar los mejores.
Por ejemplo, Rubén Martín (Albacete, 1980) ha reunido a quince autores en su “Antología poética” Una generación de fuego, un libro con el que la Asociación Fractal ha querido redondear su segundo festival de poesía, que ha combinado el verso con todas las artes en la ciudad de Albacete durante la última semana de octubre y primera de noviembre. Según explica Martín en el prólogo, su objetivo era poner en relación generaciones distintas con la suya, que él llama de fuego. Por eso ha buscado todos los contrastes posibles: en edad, en experiencia y en procedencia (solo cinco de los incluidos somos albaceteños). También ha reducido el número de seleccionados con respecto a la primera edición, para que apareciera una muestra suficiente de cada autor.
Un objetivo muy diferente ha movido a Luis Bagué Quílez  (Palafruguell, 1978) en Quien lo probó lo sabe: 36 poetas para el tercer milenio. No se trata de hacerlos convivir, sino de ayudarse de ellos para ilustrar su propio análisis de por dónde van los tiros en la poesía española del siglo XXI. Bagué que, a pesar de su juventud, se ha convertido en uno de los observadores de referencia de nuestra poesía, constata que quedaron muy atrás la poesía de la experiencia y su poliédrica rival, la metafísica o de la diferencia, corrientes hegemónicas del último cuarto del siglo XX. El realismo posmoderno, los nuevos simbolismos y la ironía en segundo grado son las tres vías de superación que señala. Y en torno a ellas agrupa a los seleccionados (nacidos entre 1962 y 1985) y a otros autores a los que cita. Acepta a regañadientes la condición de antólogo, pero advierte de las limitaciones de su estudio: “Huelga decir que la ubicación de los antologados en uno u otro compartimento es un ejercicio voluntarista y, en buena medida, arbitrario.”
Para cualquier poeta, ser incluido en una antología es un espaldarazo: te hace sentir que no estás solo, que formas parte de algo, de una corriente, de un grupo, cualquiera que sea el criterio que haya utilizado el antólogo. Para los lectores, las antologías son a menudo el mejor camino para descubrir voces nuevas o contrastar las que ya conocían. En las tres aquí mencionadas encontrarán muchas de las infinitas posibilidades. Sí, también en Diez de diez, al menos en Albacete y Chinchilla, a cuyas bibliotecas públicas pienso donar sendos ejemplares que me han hecho llegar los amigos mexicanos.

Sergio Ortiz : Diez de diez. Poesía española reciente. Tedium Vitae, Guadalajara (México), 2012
Rubén Martín: Una generación de fuego. Fractal Poesía, Albacete, 2012
Luis Bagué Quílez: Quien lo probó lo sabe: 36 poetas para el tercer milenio. Letra Última, Zaragoza, 2012