Confieso que me he cabreado leyendo a Eduardo Mitre (Oruro, Bolivia,
1943). Me pasa a veces. Como lector soy un poco fundamentalista, qué le vamos a
hacer. Cuando supe que los Pre-Textos editaban en un solo volumen sus poemarios
anteriores a 1998, después de haber publicado independientemente cada uno de
los tres posteriores, sentí curiosidad. No había leído nada de Mitre, pero la
fidelidad de la editorial valenciana es una garantía para mí. Y ya con el libro
en casa, y antes de hincarle el diente, un artículo de Antonio Muñoz Molina
incrementó mi intriga. El escritor granadino glosaba, desde la amistad, un
poema evocador de Mitre sobre Granada. La ciudad del Genil había sido la tierra
prometida de su padre, de origen palestino, pero el poeta solo pudo visitarla
después de muerto este. Eso sí, lo hizo acompañado por el recuerdo de su
progenitor, tan intenso como una sombra.
Me volqué en la lectura con una continuidad que es mejor reservar
para la prosa. Como suele ocurrir cuando se alinean los poemarios
cronológicamente, se ve evolucionar el estilo del poeta y afianzarse su voz. Mitre
creció deudor de Huidobro, sobre quien escribió su tesis doctoral, pero también
de Octavio Paz y de la poesía francesa. Renuncia a un hilo narrativo y construye
el poema por estrofas, que van acumulando imágenes. Al tiempo practica la
poesía visual y el caligrama. También el haiku, tal y como lo entendía Paz, es
decir más retórico y reflexivo que sensorial al estilo japonés. En cada una de
estas facetas, Mitre pone un mimo y un control exquisitos. Sin restarle méritos
a este periodo, alcanza la madurez, para mi gusto, en Mirabilia, donde se centra en una silla o una mesa y escribe, con
ese pie forzado, poemas llenos de ingenio y a la vez de lírica. En Líneas de otoño, cambia a temas más
evanescentes, con la ausencia como ingrediente de fondo.
¿Dónde nace, entonces, mi cabreo? En la deplorable facilidad. En la
estela del Neruda de las Odas elementales,
Mitre apunta a objetos cotidianos, sin valor aparente, y los ilumina con su
poesía. Los poemas crecen en estrofas rimadas, que parece que brotan con la
misma espontaneidad irreflexiva con la que el chileno escribía hasta en las
servilletas de los bares. Pero llega un momento en que esa inercia se vuelve
contra la propia obra, se convierte en acumulación que no enriquece, sino que
deprecia los logros. Los libros de poesía van creando un clima, una atmósfera
con la que el lector avanza conectado, hipersensible a las perlas, predispuesto
a la iluminación. En esta antología, el último centenar de páginas me distancia
de esa niebla grata y me abandona a un sonsonete de coplas y de ripios, de
poemas sociales, circunstanciales y homenajes, que me bajan a tierra, ya incapaz
de remontar el vuelo.
Afortunadamente, los libros no son como las películas. Puedes parar y
volver y paladear lo que ha merecido la pena y cambiar el regusto final, el que
te hará volver. Como en los mejores libros, hay un puñado de poemas memorables.
Y muy variados. Están los eróticos, como Húmeda
llama o Sobre tus cejas, los
elegiacos como Yaba Alberto, los
elementales como La mesa o El vino, los reflexivos como A la música o A la poesía. Y luego están las perlas inclasificables, repartidas
por todo el volumen. A veces se acercan al haiku: “Los años no han pasado por
la nieve: / el abuelo y el niño siguen andando”. A veces a la greguería: “En el
fondo del rábano hay un atleta en potencia”. También al aforismo: “Olvidar es
morir / y renacer otra persona.” Incluso a la adivinanza: “Y su nombre vuela /
de nuestros labios / como una gaviota más” (el mar).
Podría seguir seleccionando un ramillete más de estos hallazgos.
Prefiero sin embargo resistirme a su profecía temeraria: “Cortesía desmesurada,
/ el silencio se inclina / y me cede la palabra”. Al fin y al cabo, “Las
palabras alumbran / pero hablar / nubla”. Y con este sencillo repaso, se disipa
el cabreo: “Otoño corto: el crepúsculo.” Ahora la curiosidad me llama a esos
tres libros posteriores que aún no conozco.
Eduardo Mitre: Obra poética
(1965-1998). Pre-Textos, Valencia, 2012
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