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PILAR BLANCO DÍAZ Yo escribo la noche Chamán ediciones, Albacete, 2020 |
«Lo que la mujer reclama no es un cuarto
propio / ni es un lenguaje propio: despliega sus cuchillos / y abre cada
palabra como una ostra viva que se lleva a la boca, / que le estalla en la boca
con ímpetu salobre». Toca el lenguaje Pilar Blanco en este libro como tocaría
un músico de jazz, improvisando las notas desde una base mística: «Muere / solo
lo que ha vivido: / la alta llama». Suenan a san Juan, a santa Teresa esos
versos. Pero también ese salir a la noche, ese adentrarse en ella como en un
cuerpo amado: «el que ama se entrega, / el que ama se desensimisma, / abre su
corola para ser mundo, para / ser otro, para dejar de ser». Escribir es avanzar
por el laberinto del lenguaje y saltar al vértigo de la realidad usando los
conceptos como lianas, entre las cuales, «yo escojo solamente una palabra: /
amor». Eso dice esta leonesa residente en Alicante, que sale para hacer luz de
la ausencia de luz, para hallarse en el abandono: «hemos cruzado todos los
límites / la vida atrás / los golpes. / Seguir el manantial hacia su fuente, /
recuperar, / nacer, / alcanzar la pureza». Y no obstante, al final del trayecto
no hay claridad, sino desesperanza: «¿Quién apagó la luz? ¿Quién rellenó de
cascotes de culpa las rendijas del sueño?». En esa constatación, Pilar Blanco
retoma el espíritu existencialista de libros anteriores, «He venido a morir, es
a lo que he venido», dice. Y «rugen los motores de la pérdida. Van levantando /
grava, van excavando las zanjas del nuncajamás». Es ahí, donde las palabras ya
no ofrecen consuelo, donde la poeta se deja llevar, «dolor contra el dolor
tentando el equilibrio. / Si acaso compañera de inmensidad, / de tabla en el
naufragio irreversible». Es ahí donde usa las palabras como un músico las
notas, no para que se entiendan, ni siquiera para que las imágenes equivalgan a
emociones, sino para que resuenen en el interior del lector con la rabia debida,
con un tono tenso que no decae, que nos mantiene en vilo percutiéndonos,
arritmándonos con su desesperación, andando siempre sobre el perfil del
vértigo, a punto de caerse y de arrastrarnos.
LO QUE SE ESCAPA
He venido a morir, es a lo que he venido.
No a contemplar cómo caen las estrellas, espejos triturados de la noche más larga.
No a dejar que los ojos de las ciervas hablen por mí desde su rendición.
No he venido para la mansedumbre ni a recoger las
hojas de un otoño anticipado en los gritos,
en los estertores ácidos de un día que no dejará historia.
Tampoco yo dejo historia, tendida en este lienzo de la tarde con las venas abiertas
anegando la hierba rota, el tronco segado de la encina de infancia que me abraza.
He venido a morir en el silencio
con que muere el insecto aplastado de vida,
con que mueren en esplendor de incendio los castaños,
con que los días mueren,
sangre del horizonte y luego oscuridad.
He venido para dejar caer todos los sentidos uno a uno,
para perder mi huella.
Grillos en la distancia,
anchas ondas de luz
desvaneciéndose.
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