VICENTE GALLEGO
Ser el canto
Visor, Madrid, 2016
Vicente Gallego (Valencia, 1963) echó a cantar hace once años en
su libro Cantar de ciego (2005). Eso
no quiere decir que sus poemarios anteriores carezcan de la musicalidad del
verso y no sean referencia obligada para los lectores de la última poesía
española.
Sin ir más lejos, Santa deriva
(2002) es un libro de peso que obtuvo el premio Loewe y que además apuntaba al
camino que ha tomado luego el autor. Pero, aunque algunas veces se las trate
como sinónimos, poesía y canto no son lo mismo. En el citado Cantar de ciego, en Saber de grillos (2015) y en este último Ser el canto, Gallego se ha ido dejando ir en la música y en la
celebración de todo, cada vez más adentro, cada vez más suelto, cada vez más
desnudo de retóricas, como señala Antonio Moreno en la contraportada. Los nombres
de estos tres libros citados son elocuentes. No obstante, en los dos primeros
quedan aún reminiscencias de una poesía más reposada, como el formalismo de los
títulos, o los ecos retóricos del siglo de Oro, en los que se ha ido encaramando
el poeta para lanzarse al vuelo. Ser el
canto está compuesto de cincuenta piezas, clasificadas con números romanos,
que son cincuenta voces acordadas en una misma armonía que lo celebra todo: lo
grande y lo pequeño, la vida y la muerte, la propia locura de amar: «triunfa el
amor y creen / algunos que es locura, y este loco / no puede sino darles la
razón, / porque la tienen más de lo que piensan». Son odas elementales que se
encarnan en cualquier cosa, desde la gota de agua de un ficus hasta un
saltamontes, pasando por una cesta de esparto. Pero entre los seres, los
objetos y las plantas están también las palabras mayores: la muerte, el amor y
la vida. Y enredados en ellas están Juan de Yepes («¿Qué habrá más delicado que
morir?») o Miguel Ángel Velasco («Y a ti, Miguel qué poco / te ha durado la
muerte»), o personas anónimas, o de la familia. «Canto lo irremediable,/ lo que
se hace presente en el presente», recalca Gallego. Antonio Moreno dice que
estas piezas brotan de un «saber intuitivo». Y el poeta, imparable en el
regocijo, se cura en la salud del canto: «Ah, locura de amor, no me
avergüences».
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