Pedro Sevilla
Renacimiento, Sevilla, 2009
Un pesimista que habla de
eternidad, que recompone el pasado para que vuelvas a sentirlo una y otra vez.
Eso es Pedro Sevilla (Arcos de la Frontera, 1959).
Bueno, eso es su poesía, porque a él no tengo el gusto de conocerlo. Y sin embargo comparto su impotencia por el hijo a quien paseó y a quien pudo consolar cuando era pequeño, pero con el que solo puede compartir ahora, y en secreto, el dolor de una ruptura sentimental. Y comparto su añoranza del padre, nada más terminar un espectáculo flamenco, que sabe que le hubiera entusiasmado. Y el orgullo por saber a su madre orgullosa de tener un hijo escritor. Y el redescubrimiento del mundo al regresar de una postración. Y el canto a la amistad, a una casa, a un viejo al que, en la infancia remota, pedía cigarrillos y observaba. Todo es para siempre salva la vida sin perder de vista la muerte y lo familiariza a uno con el sol andaluz y ciertas costumbres andaluzas y con la manera de ver la vida de alguien que se crio en un mundo rural, sin que ninguna de estas cosas parezca estar en los poemas, sino en la forma sutil en que nos rodean la luz y el perfume de las macetas, en la periferia de nuestra atención, enmarcando lo que hacemos. Va creciendo el libro, conforme avanza, hasta instalarse en el lector, a la manera en que proponía Juan Ramón: “No más nuevo al ir, ni más lejos; más hondo: la depuración constante de lo mismo”. Y la cita es cosa del prologuista, Enrique García-Máiquez, que nos introduce en el poemario con una historia que, ignoro si será cierta, pero que se lee como un cuento, lejos de la solemnidad de un prólogo, pero sin escatimar la información necesaria: “en esta poesía, la evolución (…) consiste en ir ganando transparencia sin perder cercanía ni amenidad”. En fin, que Pedro Sevilla me parece un poeta que, rozando muchas veces el precipicio del patetismo, muy cerca de sobreactuar con la ironía, arrimándose al toro, donde hay verdad, “me trae recuerdos que yo desconocía”. Y este es un verso que le pertenece.
Bueno, eso es su poesía, porque a él no tengo el gusto de conocerlo. Y sin embargo comparto su impotencia por el hijo a quien paseó y a quien pudo consolar cuando era pequeño, pero con el que solo puede compartir ahora, y en secreto, el dolor de una ruptura sentimental. Y comparto su añoranza del padre, nada más terminar un espectáculo flamenco, que sabe que le hubiera entusiasmado. Y el orgullo por saber a su madre orgullosa de tener un hijo escritor. Y el redescubrimiento del mundo al regresar de una postración. Y el canto a la amistad, a una casa, a un viejo al que, en la infancia remota, pedía cigarrillos y observaba. Todo es para siempre salva la vida sin perder de vista la muerte y lo familiariza a uno con el sol andaluz y ciertas costumbres andaluzas y con la manera de ver la vida de alguien que se crio en un mundo rural, sin que ninguna de estas cosas parezca estar en los poemas, sino en la forma sutil en que nos rodean la luz y el perfume de las macetas, en la periferia de nuestra atención, enmarcando lo que hacemos. Va creciendo el libro, conforme avanza, hasta instalarse en el lector, a la manera en que proponía Juan Ramón: “No más nuevo al ir, ni más lejos; más hondo: la depuración constante de lo mismo”. Y la cita es cosa del prologuista, Enrique García-Máiquez, que nos introduce en el poemario con una historia que, ignoro si será cierta, pero que se lee como un cuento, lejos de la solemnidad de un prólogo, pero sin escatimar la información necesaria: “en esta poesía, la evolución (…) consiste en ir ganando transparencia sin perder cercanía ni amenidad”. En fin, que Pedro Sevilla me parece un poeta que, rozando muchas veces el precipicio del patetismo, muy cerca de sobreactuar con la ironía, arrimándose al toro, donde hay verdad, “me trae recuerdos que yo desconocía”. Y este es un verso que le pertenece.
VIEJOS AMIGOS (fragmento)
(…) Tardes
lentas de junio,
en esta casa
ya definitiva con jazmines y gatos,
que uno tiene
muy claro cómo va a recordarlas
cuando no
haya ni luz ni biografía:
como un licor
suave,
como un fanal
de oro compartido
que iba de
mano en mano y era el Tiempo.
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