Cuaderno de vacaciones
Luis Alberto de Cuenca
Visor, Madrid, 2014
Luis Alberto de Cuenca explica
en el prólogo del poemario dos cosas que definen el libro. Por un lado señala
ya desde el título que en las vacaciones se dedica a escribir poemas como una
continuación del hábito adquirido de trabajar en aquellos cuadernos que “nuestros
padres nos endosaban (…) para que no decayese nuestro entrenamiento intelectual”.
Por otro lado afirma: “siempre he pensado que hacer versos es una fiesta, algo
muy parecido a la felicidad”.
Y, como De Cuenca es un poeta científico, ambas cosas son verdad y definen muy certeramente lo que encontramos en estos 82 poemas. Hay mucho ejercicio de dedos del impecable oficio de poeta, pero al mismo tiempo abunda ese juego en apariencia, solo en apariencia, superficial, y a la vez inteligente, que caracteriza su obra lírica. Menudean el culturalismo, matizado por el lenguaje coloquial, la precisión morosa y elegante, las enumeraciones caóticas, los mitos nórdicos, el cómic y, por supuesto, la línea clara: “Si amas la poesía, amas la claridad”, sentencia en Claridad, un poema que es lo más parecido a una poética que recuerdo haberle leído. También, en medio del juego absoluto, de la libertad de temas y azares, hay contradicciones hermosas: “He vuelto a la poesía sagrada (¡vaya broma!)” se convierte en otro momento en “Duro es vivir sin dioses y sin diosas, / de la abyecta razón vil prisionero”. Hay desamor (Vuelve Guillermo de Aquitania) y amor (Días de vino y fuego). Hay, por supuesto, transliteración, réplicas a autores como Safo o Séneca. Poemas autobiográficos como La otra noche, después de La Movida. Y poemas que nos obligan a arrugar el ceño porque tocan la llaga, sin prescindir de la ironía, como Basura genética:
Y, como De Cuenca es un poeta científico, ambas cosas son verdad y definen muy certeramente lo que encontramos en estos 82 poemas. Hay mucho ejercicio de dedos del impecable oficio de poeta, pero al mismo tiempo abunda ese juego en apariencia, solo en apariencia, superficial, y a la vez inteligente, que caracteriza su obra lírica. Menudean el culturalismo, matizado por el lenguaje coloquial, la precisión morosa y elegante, las enumeraciones caóticas, los mitos nórdicos, el cómic y, por supuesto, la línea clara: “Si amas la poesía, amas la claridad”, sentencia en Claridad, un poema que es lo más parecido a una poética que recuerdo haberle leído. También, en medio del juego absoluto, de la libertad de temas y azares, hay contradicciones hermosas: “He vuelto a la poesía sagrada (¡vaya broma!)” se convierte en otro momento en “Duro es vivir sin dioses y sin diosas, / de la abyecta razón vil prisionero”. Hay desamor (Vuelve Guillermo de Aquitania) y amor (Días de vino y fuego). Hay, por supuesto, transliteración, réplicas a autores como Safo o Séneca. Poemas autobiográficos como La otra noche, después de La Movida. Y poemas que nos obligan a arrugar el ceño porque tocan la llaga, sin prescindir de la ironía, como Basura genética:
Durante tres
milenios los tipos más valiosos,
más fuertes y
más listos de la especie
-la flor y
nata de la juventud-
se fueron a
la guerra
y murieron
sin gloria
en los
remotos campos de batalla,
mientras que los
enfermos y los débiles,
los corruptos
y los cobardes
se quedaban
en casa y se reproducían.
De ahí venimos
nosotros.
Llevamos tres
milenios perdiendo a los mejores
para que los
inútiles
salven la
vida y sigan engendrando.
Por eso somos
todos,
treinta siglos
después,
lo peor de
cada tribu:
desperdicios,
basura irreciclable.
Él sabrá por qué lo dice.
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