La Unesco decidió en 1999 que el
mismo día que empieza la primavera se celebrase también el día internacional de
la poesía. El jueves pasado cambió la luz ligeramente, con lo que percibimos
que hemos cambiado de estación. Sin embargo, no tengo noticias de ceremonia
alguna que haya servido para celebrar la poesía. Nadie de mi círculo, que es un
círculo donde hay muchos poetas, me ha comentado nada al respecto. Lo que
quiere decir que la naturaleza, a pesar del cambio climático, ha cumplido, al
contrario que los humanos, lo que ya no es noticia a estas alturas.
Si la celebración del día de la poesía se decidió para hacer visible lo invisible, para estimular lo precario, para sacar a flote lo importante, siquiera por un día, no ha cumplido ni de lejos su propósito.
Si la celebración del día de la poesía se decidió para hacer visible lo invisible, para estimular lo precario, para sacar a flote lo importante, siquiera por un día, no ha cumplido ni de lejos su propósito.
No están los tiempos para
poesía, que diría un tertuliano. Malos tiempos para la lírica, añadiría un
cantante gallego. Da igual, porque con celebraciones o sin ellas, lo invisible
forma parte de lo visible. Ahí está. Sentimos, luego nuestros sentimientos
forman parte de nosotros. Y no me refiero a la pornografía emocional de los
reality shows, sino a ese cúmulo de afectos cotidianos que nos sirven como
brújula para saber dónde estamos en el camino de conseguir lo que nos importa.
No pensamos en ellos, pero los sentimientos se enredan en las palabras, de la
misma manera que la humedad del baño se adhiere al espejo. Los sentimientos no
son palabras, pero las palabras nos muestran algo de la humedad que empaña
nuestra vida emocional. Eso es la poesía.
“Los pitagóricos afirmaban que no oímos la música de las
esferas porque suena incesantemente. Quienes viven en las orillas del mar no
oyen el rumor de las olas, pero nosotros ni siquiera oímos las palabras que
pronunciamos. Hablamos un miserable lenguaje de palabras no dichas a fondo. Nos
miramos a la cara pero no nos vemos.” La cita no ha sido extraída de las redes
sociales. La escribió Viktor Shklowski en 1923, cuando las redes sociales eran
impensables, internet una quimera y la Unesco poco menos. No es una
preocupación nueva. Como tampoco es nueva la conciencia de que para sentirnos
vivos, para estar en el mundo, necesitamos las palabras. Pensamos con ellas.
Como esbozó Benveniste, el hombre no dispone de ningún otro medio para vivir el
ahora que decir: Yo, ahora.
De hecho, los límites del mundo son los del lenguaje, no hay
un mundo sin palabras, como estudiamos en su día en el bachillerato, cuando
vimos a Wittgenstein. De modo que las palabras están ahí, sonando, y nosotros
solo tenemos que prestar la atención adecuada. Como diría John Cage, “donde
quiera que estemos, lo que oímos es fundamentalmente ruido. Cuando lo
ignoramos, nos perturba. Cuando lo escuchamos, nos resulta fascinante.” Bien es cierto que el guirigay de las redes
sociales, por ejemplo, muchas veces es desahogo sentimental, seguramente
necesario, pero rara vez es poesía, porque no se detiene en la palabra, en su
forma, en su música. Tampoco la filosofía responde a los mismos parámetros,
porque la poesía “desborda lo racional, incluyéndolo; reflexiona, se emociona y
siente en la misma forma indistinta con que, realmente, al vivir,
reflexionamos, nos emocionamos y sentimos.”
Las citas en las que me apoyo están extraídas del libro La palabra sabe, de Miguel Casado
(Valladolid, 1954). La última es suya. Se trata de una recopilación de ensayos
sobre poesía del que fuera descubridor para el resto de España de Antonio
Gamoneda (Gamoneda era ya un personaje en León cuando apareció su antología Edad). En La palabra sabe, Miguel Casado dedica artículos al propio Gamoneda
y a José Ángel Valente, pero también a autores menos conocidos o menos leídos de
ese círculo, como Manuel Padorno, José Miguel Ullán, y Vicente y Aníbal Núñez. Autores
que han creado y han muerto fuera de la oficialidad, al margen de las
generaciones. Casado los pone bajo la tutela de Antonio Machado y Juan Ramón
Jiménez y nos va alumbrando con su candil el camino de cada una de sus obras. No
diré que son invisibles, pero casi, en el mundo invisible de la poesía. Es un
gozo leerlos con un experto. Una celebración auténtica.
Miguel Casado: La
palabra sabe. Libros de la resistencia, Madrid, 2012
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