La palabra corrupción, que tiene
unas connotaciones tan demoniacas en los telediarios, vuelve a ser inocente en
el título de un libro: Infancia y
corrupciones, del maestro Sarrión. Se cumplen ahora veinte años de su llegada
a las librerías. La imagen oblicua de una alcoba con la cama deshecha, de
Antonio López, ilustra su portada. El libro tiene forma de libro pero, al
abrirlo, lo que se abre es una ciudad. La nostalgia de otras vidas que ya son
la nuestra. Lo retomo y experimento la misma sensación que el crítico de cocina
de la película Ratatouille.
Desde sus páginas se transmiten a mis dedos y se reparten por todo mi organismo sensaciones reconfortantes y abrigadoras. Es como sumergirse entre las mantas en una noche de invierno cuando afuera, en la calle, está helando y hay tormenta y diluvia, Y uno, que ya estaba calentito y a salvo, se siente más calentito y a salvo que nunca. Y otra vez niño.
Desde sus páginas se transmiten a mis dedos y se reparten por todo mi organismo sensaciones reconfortantes y abrigadoras. Es como sumergirse entre las mantas en una noche de invierno cuando afuera, en la calle, está helando y hay tormenta y diluvia, Y uno, que ya estaba calentito y a salvo, se siente más calentito y a salvo que nunca. Y otra vez niño.
Me pregunto por qué el frenesí
de perseguir libros nuevos, de aventurar el tiempo y la imaginación en lecturas
inciertas y muchas veces insatisfactorias, cuando tenemos a mano y seguro lo que
hemos comprobado que nos llena, y podemos renovar su placer las veces que
queramos. Supongo que forma parte de la sinrazón a la que pertenecemos, por
mucho que nos empeñemos en negarlo. Aunque lo mismo hay una edad en la que el
cuerpo empieza a pedir más relecturas que lecturas nuevas. Y puede que esté
desembocando en ella. No niego que se sigan escribiendo novelas magníficas,
ensayos maravillosos, poemarios imprescindibles. Probablemente más que nunca.
Sin embargo, empiezo a sentir que no soy el lector al que van dirigidos los
nuevos prodigios. Después de medio siglo de acumular lecturas y vivencias, el
cauce está trazado.
Sin embargo, ha tenido que ser
el bueno de Alfonso González Calero quien me empuje a Infancia y corrupciones. Sin este empujón, el libro del maestro
seguiría siendo un recuerdo maravilloso, bien abrigado en la estantería, a la espera
de una revisión apetecida, pero siempre postergada por el imparable goteo de
las novedades. Menos mal que le andan preparando a Sarrión un homenaje, centrado
en su primer tomo de memorias, y esa sola invocación ha vencido mis
resistencias. Ahí estaba el libro, esperándome, forrado en plástico
transparente. Debe ser el único. De hoz y coz, nada más abrirlo, el mundo que llamamos
real se desvanece y Albacete vuelve a ser un pueblo polvoriento que se recupera
de la posguerra. Solo el capítulo dedicado a lo cutre, lo borde y lo hortera,
apenas tres páginas incompletas, encierra más verdad que un año de telediarios.
Una verdad mestiza entre la poesía, la novela y la etnología.
Siempre he defendido que la
realidad no existe hasta que alguien la escribe. Pero no es suficiente con que
la escriba cualquier redactor bienintencionado. Para que se obre el prodigio es
necesario que se conjuguen un escritor solvente, un tema que imante a la vez su
talento y su sistema emocional, y una ocasión propicia. En Infancia y corrupciones se dan los tres elementos. A partir de sus
páginas, Albacete empieza a existir de verdad, emerge de entre los limbos del
olvido, más allá del improbable día a día. Ni siquiera hace falta que lo que se
cuenta sea cierto. Basta con que nos lo creamos. Pero me consta que Sarrión
estuvo comprobando hasta los detalles más ínfimos, que nos parecerían secundarios,
con el fin de ser fiel a la memoria de sus propios olvidos.
Finalmente lo recreó todo. Cada
página es una recreación, en ese estilo barroco, irónico y lírico que constituye
la atmósfera de lo que ya para sus lectores es el Albacete de cerrar los ojos. Caminamos,
trabajamos, nos agitamos sobre la memoria menguante de lo que otros vivieron,
usaron y experimentaron. Hasta lo que para muchos es cotidiano, como el
edificio Bachiller Sabuco, está lleno de misterios, de lagunas y olvidos.
Sarrión rescata para siempre algunos de ellos. Gracias a este libro, las
crónicas de Sánchez de la Rosa y otras pocas, contadas, rapsodias, los
albaceteños tenemos una raíz y una infancia a las que volver desde la
corrupción de ser adultos.
Antonio
Martínez Sarrión:
Infancia y corrupciones. Ed. Alfaguara. Madrid, 1993
Muy buena columna. Ya lo dijo Borges: cada vez leo menos y releeo más. Pero... También estamos con los "fractales" y con la gente que también será releída por otras generaciones. Esto no se ha acabado: seguirá habiendo médicos y escritores y poetas y arquitectos y fontaneros y albañiles y camareros... Y dejarán su huella. Mi edición de "Infancias..." con una dedicatoria sabia de Antonio es una de las joyas de mi biblioteca. Compartí en los 60 con Serna y con él las tertulias del Maxcali. Te lo cuento cuando quieras.
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