Nuestra vida pasada vuelve a
veces como si fuera una película. Se adapta a cualquier género, a cualquier
banda sonora. Cuando con veinte años, otra vez me veo andando por las Ramblas
vacías de una Barcelona desolada, una mañana de domingo, me siento el personaje
de un filme neorrealista. Muy apretada bajo el codo llevo una carpeta con
dibujos. “Cuídalos mucho, son originales”, me había advertido Juan Bravo, al
confiármelos. Y los agarro bien, como un tesoro, mientras busco en el plano el
misterioso carrer Codols, donde me esperan.
Es evidente ahora que a nadie le importaban, en aquella durmiente Barcelona ni en toda España ni en el mundo, unas tristes cartulinas con bichos dibujados, una especie de insectos humanoides, trasuntos del Gregorio Samsa de La Metamorfosis de Franz Kafka. Pero en aquel entonces de mi edad y mis creencias, yo era el custodio de aquellos ejemplares de arte únicos y tanta soledad acentuaba la trascendencia de mi encargo.
Es evidente ahora que a nadie le importaban, en aquella durmiente Barcelona ni en toda España ni en el mundo, unas tristes cartulinas con bichos dibujados, una especie de insectos humanoides, trasuntos del Gregorio Samsa de La Metamorfosis de Franz Kafka. Pero en aquel entonces de mi edad y mis creencias, yo era el custodio de aquellos ejemplares de arte únicos y tanta soledad acentuaba la trascendencia de mi encargo.
Relataré algún día las
vicisitudes que viví entre medias, pero en esta ocasión importa más que di con
el carrer Codols y conocí al autor de aquellas obras. Lo conocí en su salsa, en
una especie de taller de artista, de estudio y dormitorio, todo junto, en una
corrala situada a las espaldas de las Ramblas, en pleno barrio gótico. Firmaba
entonces Antoni, como si al suprimir la o final del nombre castellano, cortara
algún cordón umbilical con sus orígenes. O más bien, pienso ahora, se ganara el
derecho a ser más catalán y a estar más cerca así de subvenciones que entonces
empezaban a otorgar a los suyos, con generosa discriminación, los recientes
gobiernos de las autonomías. Me recibió Beneyto con cordialidad distante, una
mezcla de orgullo de artista consagrado y de defensa propia ante el extraño,
entrenada a lo largo de una vida de pelea incesante por sobrevivir del arte.
Hablaba con un acento indiscernible.
No había modo, oyéndole, de distinguir las trazas de aquel albaceteño que, muy
joven, había renunciado a trabajar de empleado de banca para emprender vida de artista,
en un país donde del arte solo viven los que eran ricos ya antes de ser
artistas. Tampoco había acento mallorquín, aunque parece que había sido
secretario de Cela. No había ni siquiera acento catalán. Me recordaba hablando
a Salvador Dalí, en su forma exagerada de vocalizar y enfatizar ciertas sílabas.
Hablaba como un vanguardista, con un acento anacrónico en medio de una época
donde los vanguardistas llevaban cincuenta años muertos o eran islas perdidas,
como Brossa u Ory. Quizá no supe valorarlo entonces. Estaba delante del último
bohemio. Beneyto se sustentaba de inventarse proyectos improbables, de alimentar
su leyenda, de exorcizar las ratas y las chinches, las cucarachas de sus
pesadillas, dándoles forma humana.
Y había en todo ello una
dignidad casi imposible. Ser vanguardista, ser bohemio y a la vez comer, ese era
el milagro. Ser sin interrupción artista, vestir como un artista, hablar como
un artista, hasta no distinguir en sí mismo el artista de lo que antes había,
si es que antes hubo otra cosa. Y sin embargo, que yo sepa, jamás cayó en el
patetismo ni en la provocación absurda. Ha flirteado con ambos, qué remedio,
pero ha sabido mantener la cabeza alta. En su pelea encarnizada por vivir, ha
conservado siempre, aunque igual sin quererlo, sin poderlo evitar, la
discreción manchega de su origen, la austeridad del llano. Entonces, en los
ochenta de mi sueño, fue cuando vino a por él la revista Barcarola. Beneyto era
un aliado útil, gente con buenas relaciones en tierras catalanas que podía
añadir nombres consagrados a la nómina de colaboradores. Barcarola tocó a
Beneyto, tocó la parte albaceteña que quedaba aún en Beneyto. Fue un flechazo
afortunado. Barcarola y Beneyto se rescataron juntos.
No es extraño por eso que la
revista le haya dedicado al bohemio el homenaje de un número completo. Un número
con todos los que han conocido, querido y apreciado a este valiente, o a este
inconsciente, qué más da. Un homenaje a su vida que es su obra. Surrealista, postista
o cosmopaleto, da lo mismo. Huyó de un banco y se inventó de nuevo. Cuántos más
hay que puedan decir eso.
Beneyto, hacedor poliédrico (cine-literatura-pintura). Barcarola,
revista de creación literaria. Noviembre 2012. Número 78. Albacete
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