A veces de la lluvia ni nos
damos cuenta. En cambio, siempre es noticia la nieve. Da igual que la
ignoremos, que nos encerricemos en seguir a lo nuestro. Sobre todo si cuaja, la
nieve se impone. Desmonta la rutina y nos baja del coche. Nos cuesta renunciar.
Algunos ni siquiera lo consiguen. Se resisten, se debaten contra la
inestabilidad de las calzadas. Se contrarían, protestan porque nadie las limpia
conforme van cubriéndose del boicot de esta alfombra. Como todos los seres
inocentes, la nieve simplemente ocurre, ajena a la emoción de los humanos.
Con minuciosa lentitud, de copo a copo, va implantando su ritmo, absorbe los sonidos y expande su callada expectación sobre el paisaje, hasta desfigurarlo. Y todo es nuevo. De todas las obras de arte que opera la naturaleza, ninguna es a la vez tan radical y tan pacífica como la nieve. Y, como pasa siempre, solo los niños la captan enseguida. Porque no se resisten.
Con minuciosa lentitud, de copo a copo, va implantando su ritmo, absorbe los sonidos y expande su callada expectación sobre el paisaje, hasta desfigurarlo. Y todo es nuevo. De todas las obras de arte que opera la naturaleza, ninguna es a la vez tan radical y tan pacífica como la nieve. Y, como pasa siempre, solo los niños la captan enseguida. Porque no se resisten.
Estoy en el colegio, hablando
con Vicente el director. Tras él, en la ventana, la nieve va cayendo. No veo lo
que ocurre, lo que hacen esos copos cuando llegan abajo. Es fácil sin embargo
imaginar que, mientras conversamos, la nieve está operando su milagro y que lo
encontraremos todo blanco al salir, en una hora. Es muy viejo el colegio de
Chinchilla. Ya tiene casi un siglo. Sin proponérmelo, por pura asociación,
acuden los títulos de un libro que leí, hace ya muchos años. Un libro de poemas
de Julio Llamazares. Memoria de la nieve.
La lentitud de los bueyes. Memoria y lentitud, la nieve es eso. Valían esos
títulos por las ochenta páginas de versos. No recuerdo nada más. Y sin embargo,
qué memorables las imágenes de esas pocas palabras. Cómo estaban al borde del
olvido, esperando esta nieve para colonizarla, para hacerla aprehensible.
Solo un rato más tarde, me asomo
a la ventana del viejo ayuntamiento. El móvil echa humo. El jefe de la policía,
Paqués, me tiene al tanto de cada novedad. Detrás de mí, los concejales se
agitan en gestiones, llamadas a fomento, informando a los medios, a la
ciudadanía. Pero detrás de este hervidero, tras los cristales del vetusto
edificio, sigue cayendo lenta, inexorable, silenciosa, la nieve. Y forma un espectáculo
que imanta la mirada. Concebida en su día por un noble, imagino, para tener
dominio visual sobre las calles, en esta tarde de nieve y de problemas, otorga
la ventana al sistema nervioso un leve alivio estético que es más que
suficiente. El fulgor de la nieve detrás de los cristales, indiferente a
nuestro afán porque las palas vengan a librar los camiones que bloquean la
entrada a la ciudad. De pronto, cuando vuelvo a mirar la ventana, es ya de
noche y solo se ve nuestro reflejo glauco en los cristales.
Algo más tarde y más cansado, me
arropo de la nieve con libros que me envían los amigos. Comparten conmigo sus
rutinas, su intimidad cristalizada en versos. Joaquín Juan Penalva ve crecer a
sus hijos con lentitud de nieve en Hiberna,
hibernorum, en medio de un paisaje de ilusiones antiguas que la crianza
convierte en madurez y desfigura. Juan Gil Bengoa (La noche cerca), con la muerte de su hermana como hilo conductor, ha
cuajado secuencias de su vida, a veces casi cuentos. Algunos me golpean igual
que un resbalón sobre la nieve: No son
puentes de Madison o el paternal Intimidad
o el magnífico Deuda. Y me quedo
dormido. Ha sido un día largo como un año. Día de nieve, noche de bienes.
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