Gil de Biedma dejó escrito que
es extraña la labor del poeta. Tan extraña que ni él mismo acaba de
comprenderla. Se limita a seguir unos hábitos, que su costumbre ha establecido,
y que le granjean a la vez consuelo e incertidumbre, mientras se aventura en un
bosque de palabras que de un modo oblicuo, como el de los sueños, le devuelve
la imagen de su propia vida. Si por alguna razón desaparecen los hábitos que la
acompañan, se esfuma también la escritura.
Es famosa la dimisión de Rimbaud, con solo diecinueve años, después de haber volcado su rebeldía juvenil en algunos de los versos más influyentes de la historia. También es conocida la renuncia del propio Gil de Biedma a los cuarenta “para no repetirse”. Ninguno de los dos, que se sepa, volvió a escribir nuevos poemas, lo que tampoco es extraño, dada la complejidad de recuperar hábitos largo tiempo perdidos.
Es famosa la dimisión de Rimbaud, con solo diecinueve años, después de haber volcado su rebeldía juvenil en algunos de los versos más influyentes de la historia. También es conocida la renuncia del propio Gil de Biedma a los cuarenta “para no repetirse”. Ninguno de los dos, que se sepa, volvió a escribir nuevos poemas, lo que tampoco es extraño, dada la complejidad de recuperar hábitos largo tiempo perdidos.
Por eso mismo es novedoso que un
poeta vuelva a escribir y a publicar después de veintidós años de haber abandonado
la poesía. Y no se trata de un abandono de cara al público, mientras se
mantiene la escritura viva en la intimidad, lo que hubiera sido más
comprensible. No, hablamos de un abandono total. El propio Juan Pablo Zapater
(Valencia, 1958) se pregunta en La
extraviada, el poema que abre su libro de regreso: “¿Fui yo quien te perdí?
Nadie te huye / si no le das la espalda, si no cesas / de decirle al oído esas
verdades / que solo tú conoces.” Antes de experimentar este abandono, Zapater
había publicado un solo poemario, La
coleccionista. Un poemario galardonado, eso sí, con el premio Fundación
Loewe a la Joven Creación en 1990, que no es un premio anecdótico ni mucho
menos.
En su libro del regreso, La velocidad de los sueños, Zapater
agrupa treinta poemas donde reflexiona poéticamente sobre acontecimientos cotidianos.
La vida fluye por ellos, no ha intentado borrar la anécdota que inspira las
piezas, que unas veces es la conversación con un amigo, otras la visión de unas
rosas, otras una película de Truffaut o la propia vuelta a la escritura
poética, como ya se ha dicho. Fluyen los versos desde una voz reconocible,
embarcados siempre en estrofas. Zapater es un poeta estrófico. Y un poeta que
disfruta ilustrando sus reflexiones con imágenes a la vez muy visuales y muy
elocuentes: “la memoria, ya hecha pedazos / como un viejo mantel que se destina
/ a frotar el cristal de los espejos / queriendo restaurar su extinto brillo.”
Y si recordar es un viejo
mantel, “olvidar es el cauce más vacío / de cuantos puede recorrer el tiempo, /
hacer desembocar nuestro pasado / en los brazos de un mar de espuma negra”. Las
citas son indicativas de que el libro tiene un marcado tono elegiaco, incluso
en los poemas que miran hacia el futuro. Miran hacia la vida, que quedó detrás,
con nostalgia y con cierto dolor, a veces muy dramático: “Aquellos días vivos
que hoy parecen / un gato atropellado / en mitad de una sucia carretera.” Lo
que se echa de menos es siempre algo más espiritual que material. Así, en uno
de los poemas que más me gustan, La noche
del ateo, examina el proceso que le ha traído hasta el descreimiento
absoluto, después de haber vivido una infancia de fe apasionada, como casi todo
el mundo en este país donde, como decía Unamuno, “hasta los ateos somos
católicos”. No aporta respuestas, naturalmente, porque la poesía está para
sentir, no para sacar conclusiones. En todo caso, para sacar conclusiones
sentimentales: “tu espíritu que ha muerto pero duele / como miembro amputado en
la memoria.”
Últimas noticias del verano, sobre una playa que se despuebla, es
otro de mis poemas favoritos del libro. Un libro en el que muchos versos
brillan cargados de inspiración juvenil (“Del amor somos huéspedes y hoteles”),
como si Zapater hubiera salvado la llamarada de la adolescencia mientras la
vida huía con la velocidad del sueño, a través de lances no siempre ejemplares,
como esa imagen irónica de Crónica de una
resaca: “El sol es un psicópata que afila / su cuchillo de oro en la
ventana.”
Juan
Pablo Zapater: La velocidad del sueño. Ed. Renacimiento, Sevilla, 2012.
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