La semana ha sido desbordante.
Cada vez que enciendo el ordenador lo encuentro envuelto en una niebla de
felicitaciones de amigos y conocidos, de abrazos cifrados por internet, de
buenos deseos, de emociones en muchos casos tan emocionantes como el momento
mismo de tomar posesión como alcalde. Intentar resumir ese magma sería una
quimera. ¿Te felicito o te doy el pésame? Vengan las dos cosas.
Son energía. Ahí están, formando niebla en torno al ordenador. A muchos ni siquiera he podido contestarles porque se fueron anidando los mensajes y no hubo modo de dar acuse a todos. Lo hago desde aquí. Internet ha generado la magia de que muchísimos amigos puedan adherirse, verte, siquiera en diferido. Estamos en un mundo interactivo y a mi aturdido corazón le cuesta asimilarlo.
Son energía. Ahí están, formando niebla en torno al ordenador. A muchos ni siquiera he podido contestarles porque se fueron anidando los mensajes y no hubo modo de dar acuse a todos. Lo hago desde aquí. Internet ha generado la magia de que muchísimos amigos puedan adherirse, verte, siquiera en diferido. Estamos en un mundo interactivo y a mi aturdido corazón le cuesta asimilarlo.
Y entre tantas llamadas, la del
viejo don Ramón Bello Bañón. Qué viejo más joven. Nos une la misma dualidad. Me
lo recuerda: alcaldes y poetas. Me dice que Manuel Alcántara ya le advirtió que
dar este paso significaba empobrecerse sin remedio, porque no se puede ser más
que poeta. Como si uno se quedara poeta por escribir un poema o un poemario.
Aunque quizá lleve razón. En toda mi vida he estado más lejos de los versos que
ahora. No recuerdo la última vez que viví esa sensación. Y uno solo es poeta
cuando está escribiendo poesía. El resto del tiempo es ciudadano de a pie, o
menos. Aunque vaya a sacar un libro de poemas en marzo, no soy poeta, no tengo
la pausa necesaria. Vivo sin pausa.
Cierto que estas reflexiones son
posteriores a la conversación con don Ramón, que es como siempre, cordial y
rauda. Es el decano de los poetas de Albacete. Tiene todo el derecho a tomar la
iniciativa: me dice que me lee, piropea mis escritos, pero enseguida se despide
y corta, como si quisiera impedir que algún detective imaginario tenga tiempo
de rastrear su paradero. Él que es mucho de detectives borgianos y escritores
franceses, y de fichar los nombres y las calles donde suceden las cosas
literarias, y de glosar en versos los lugares donde se remueve la nostalgia. He
comprendido leyendo sus memorias que sus trancos deben ser los de su padre, que
fue guardia civil. Hay cosas que se llevan en los genes.
Don Ramón fue alcalde,
gobernador civil, y ha sido y sigue siendo poeta, pero más aún, camino de los
ochenta y tres, es abogado. En sus memorias hay más pasión por el derecho que
por cualquier otra aventura. Una obsesión jurídica por precisar los nombres y
los apellidos completos de cada personaje, sin que falte ni uno de los que
estuvieron presentes en la escena. Una meticulosidad procesal, un desvelo
porque no se pierda un solo dato que pueda dar para un informe. No en vano, en
el póstumo homenaje a Juan José García Carbonell, también poeta y político,
recuerdo haberle oído encarecer, tanto como la poesía y la amistad, la
profesionalidad del abogado que siempre traía preparadas las casaciones para
dar guerra en los juicios.
Lo veo en la memoria, Don Ramón,
mientras me habla. Lo veo en su despacho de la calle Marqués de Molins, el que
comparte con su hijo Ramón Bello, ambos en mesas paralelas y recias como
barcos. Lo veo como si se tratara de un Dorian Gray manchego, idéntico al
retrato que le hizo Godofredo medio siglo atrás. Si el propio Godofredo no me
lo indica, ni me hubiera enterado: el del libro de memorias es un retrato de
rasgos esenciales, recoge los que no cambian, los que permanecen toda la vida.
Don Ramón cayó, como yo, por
casualidad en la política. Y pasó a ser político, que suena a puerta que se
cierra a las espaldas con un sonido de cofre sin retorno. Claro, que yo NO SOY.
ESTOY, me repito hasta convencerme. No soy político, estoy un rato en la
política, que es bastante diferente. No vengo a una casta, hago un servicio.
Eso sí, sin levantar la cabeza, que este rato es intenso y hay que aplicarse a
fondo. Confío en que detrás aún queden ratos de SER, NO ESTAR, poeta. Sin esa
esperanza, no me entendería.
Ramón
Bello Bañón: Los
caminos del tiempo. Albacete, 2010
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