Javier Lorenzo (Albacete, 1967) ve cómo un gato callejero se le cuela
en el patio, en busca del frescor de las azaleas, y constata que el intruso se
siente más cómodo en su casa que él mismo. O eso le parece. Los poemas de
Javier tienen este punto de partida, una imagen, una fotografía de la infancia,
un flautista interpretando un tema de Thakemitsu, un pie desnudo en la
esterilla de la mezquita de Ortaköy. Y a partir de ahí el poema sigue en el
interior del poeta, que se hace preguntas y reflexiona y saca conclusiones. Es
un esquema habitual en la poesía moderna; lo utilizaba, por ejemplo, Cernuda.
La diferencia está en los matices. En el caso de Javier Lorenzo, el punto de
partida es una vivencia, pero puede ser mínima. Se convierte enseguida en un
símbolo, en un escenario intelectual que da pie a la esencia del poema, sus
cavilaciones.
La diferencia entre Territorio
frontera, flamante ganador del premio Jaime Gil de Biedma, y los libros
anteriores de Lorenzo, es que cuenta una crisis, la crisis de los cuarenta.
Porque hay muchos libros de poemas que cuentan cosas, aunque poema a poema
vayan acumulando emociones. Los poemarios, cuando pertenecen a un periodo de
tiempo más o menos abarcable, como es el caso, están escritos con la vida de su
autor, y tienen unidad, un clima, un tema recurrente. Ya sé que muchos poetas
afirman que el que habla en sus poemas es un personaje de ficción, una voz que
no son ellos. Pero la poesía o es verdad o no es. Y, si es verdad, su hilo
conductor es la vida. Así, cuando Javier Lorenzo dice: “Ser yo tal como soy es
la promesa, / mi trabajo diario, la única solución, / aquello que atesoro, el
desenlace”, nos está confesando que lo que leemos es literatura pero está
firmada con su sangre.
Así, gracias al gato intruso en el patio, sabemos que el poeta no
termina de asentarse anímicamente ni en su propia casa, de la fotografía de la
infancia concluimos que cualquiera tiempo pasado no fue mejor, las ruinas de
una torre son insuficientes “para darte el secreto de la inmortalidad”, y así
sucesivamente. Estoy haciendo un resumen, porque lo que caracteriza la
escritura de Javier Lorenzo, su rasgo diferenciador, es que sus meditaciones
poéticas no siguen una línea recta, sino que forman meandros, se alambican,
desde una elegancia formal impecable. Introduce de pronto términos inesperados
para generar extrañamiento, avanza dos pasos y retrocede uno, duda o formula
conclusiones enigmáticas: “Y cada vez más débil será la certidumbre / hasta un
punto en que todo sea silencio”.
Como buen libro sobre la crisis de los cuarenta, el tema central es
la muerte o, lo que es lo mismo, la constatación de que la inmortalidad no
existe y que el final ya tiene un plazo: “si pudiera ofrecerte / la eternidad,
lo haría”. De un modo u otro, esta es la emoción que predomina, aunque teñida
en ocasiones con otras, como la culpa o la necesidad de abstraerse en las
conversaciones intrascendentes de los amigos para mitigar el dolor. De pronto
hay un insecto que choca y vuelve a chocar contra la luz nocturna, y se
convierte en protagonista absoluto de su atención, hasta que lo encuentra convertido
en pavesa contra la superficie de la lámpara: “en su perseverancia –te dije a
mi regreso- / estaba contenido todo el triunfo.” Y a esa perseverancia fía su
salvación este poeta simbolista, meditativo y barroco, una vez que acepta que
sus esfuerzos por entender son inútiles: “¿Miras la realidad / o intentas
entenderla?”
La observación como consuelo y como redención: “Me duele lo que
tengo, lo que observo me salva / del dolor y la duda”. Perseverar en el vivir y
observar, aunque sea para constatar que el gato se siente más cómodo en tu casa
que tú mismo. Son las puertas de salida a la crisis, expresadas sobre todo en
el último poema, uno de los mejores del libro: “Y busca lo que fuiste sabiendo
que has llegado a lo que eres” dice el último verso.
Javier Lorenzo: Territorio
frontera. Visor, Madrid, 2012
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