“Hay
que aprender deprisa a ser antiguos”, leía Jon Juaristi (Bilbao, 1951) en su
intervención dentro del ciclo “Cinco Poetas en Otoño”. Y lo leía “con su
textura de osito de peluche”, “con sus rizos de Augusto Maximino”, tal y como
lo describe, en un romance que le dedica, su amigo Paco Mendoza, que ejerció de
presentador. Un romance de título largo, que no quiere dejarse nada en el
tintero: A Jon Juaristi, poeta social, y
(quién lo diría) sucesor de don Marcelino. Por su parte, Juaristi, amigo
leal de sus amigos, le correspondió con Los
romances de septiembre, una alusión a los tiempos en que ambos coincidían
en los veranos de Segovia, con la excusa de asistir a cursos que eran lo que
menos les importaba de aquellos encuentros, cuando recorrían Galicia
recopilando romances directamente de la voz de las aldeas, como si bebieran a
morro de la fuente de la tradición; cuando urdían trastadas como recorrer a pie
de punta a cabo la obra del acueducto por su angostura superior de precipicio.
Y
después de este homenaje, siguió leyendo Juaristi con su voz profunda, que
alguien dijo que le recordaba a los agentes de la película Mátrix. Leía
agavillando, con manos ligeramente temblorosas, un poema de este libro y otro
de aquel, alternando los ejemplares que había depositado frente a sí, sobre la
mesa. Y en este proceso de elegir y leer, fue acelerándose, recitando poemas
largos, rizados, sonoros, tersos de ecos y de referencias librescas, y sin
embargo escritos con el idioma llano de la conversación y con el filo acerado
de la ironía.
Se
aceleró más y más, hasta lo impensable, leyéndose cada vez más deprisa, como
quitándoles importancia a los poemas, descargándolos de sus detalles, como si estuviésemos
en peligro de que dejasen encerrados en la Facultad, un peligro real, en efecto,
ya que nos habían avisado que a las nueve cerraban. Los leyó a velocidad de
trabalenguas, sin trabucarse, al galope de sus rimas ingeniosas: Canto de frontera, Adiós muchachos, Dos de mayo,
incluso el culturalista Págínas de
Runciman, dedicado a un personaje fugaz y misterioso, Francisco de Toledo, que
se había autoproclamado de sangre real y murió en una batalla, entre dos
olvidos.
“Hay
que aprender deprisa a ser antiguos”. Y vaya si corríamos a serlo, en volandas
de la lectura de Juaristi, hasta que fue poco a poco reduciendo la duración de
sus poemas y serenando el galope, abriéndonos las ventanas a poemas más
líricos, más pausados que los épicos primeros, aunque sin perder nunca la
retranca epigramática, la sorna picante que lanza aquí y allá mandobles de
espadachín y que tampoco duda en dirigir contra sí mismo.
Y,
cuando más entusiasmado estaba, él leyendo y el público escuchando, sonó la
campana inaudible, nos dieron las nueve y había que escapar del Salón de
Grados, con la sensación desagradable de quedarnos a medio, Juaristi de leer, apurando
a bocanadas el último poema, como si fuera el último cigarro de una cajetilla, y
la concurrencia con la curiosidad insatisfecha, con alguna que otra pregunta
que se quedó engatillada, entre los saludos apresurados y las dedicatorias a
salto de pluma.
Aprendimos
deprisa, no sé si a ser antiguos, pero sin duda, sí, deprisa. Y no por culpa de
Juaristi, que sin embargo (director de universidades e investigación de Madrid)
partió reclamado por sus obligaciones, tan raudo como había venido, saltando de
un acto oficial a otro, inclinado a la derecha por el peso de su cartera,
leonado de aspecto y bruñido de voz, con una parada intermedia para airear sus
versos en Albacete.
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