Todavía hay mucha gente, buenos lectores incluso, que asocian, de
forma indisoluble, poesía con rima. Si les pides que compongan un poema, se
esforzarán para que rime. Y ni toda la poesía que merece la pena está rimada,
ni cualquier rima merece considerarse poesía. El ritmo es necesario, pero se
puede conseguir por varios caminos. La rima es uno de ellos, pero no el único.
De hecho, es un recurso relativamente reciente: Homero y los poetas bíblicos no
la usaron. Fue en la Roma Clásica donde se empezó a utilizar. Que llevemos
tantos años estudiando en el colegio a los clásicos, para llegar hasta Bécquer,
como mucho al 27 y poco más, nos ha metido en la cabeza esa falsa creencia.
Sin embargo, desde que Cernuda dejó los laberintos de la rima porque
demoraban la urgencia de lo que necesitaba decir, la mayoría de los poetas actuales
la utilizan como un recurso más o menos ocasional. Se usa poco porque hay que
tener mucho dominio sobre ella para controlar el poema sin que se nos vaya de
las manos. Incluso para evitar que el sonsonete impida oír la música, como
denunciaba Unamuno. El verdadero arte de rimar consiste en que la rima se note
lo menos posible. Eso no quita que haya todavía maestros de la poesía rimada.
Uno de ellos es Javier Salvago (Paradas, 1950), que hace tiempo me comentó con
toda naturalidad que a él la rima, más que entorpecerle, le aportaba soluciones
para construir el poema.
Le he dado muchas vueltas a aquellas palabras mientras leía La vida nos conoce, una antología de la obra
de Salvago, que aporta como regalo final el último libro, aún inédito, del
sevillano. Es una sorpresa grata porque Salvago no publicaba un poemario desde
1996, cuando sacó a la luz Ulises, y
ya empezábamos a pensar que se había aplicado al pie de la letra la cita de
Juan Ramón Jiménez que encabeza el inédito: “Escribir no es sino una
preparación para no escribir”. Pero no, aquí vuelve el mismo personaje poético
desengañado, descreído, un poco más sentencioso, más cercano al Juan de Mairena
machadiano que al otro Machado, Manuel, de quien siempre ha sido devoto.
Al verla toda junta es más fácil apreciar la obra de un autor, ver
cómo fue forjando el oficio. Como dice Bonilla, en el prólogo, la de Salvago “ha
ido creciendo en intensidad y fuerza, diseñando a su antihéroe”. A mí, aunque
le reconozco la maestría, me interesan menos sus ejercicios de rima que las
piezas vagamente epigramáticas, como La
tentación, un poema enigma que se resuelve en el último verso y que tiene
algo de juego y de pose. Es el que más se asocia con su nombre. También me
parecen algo afectadas sus reflexiones morales sobre lo frustrante que resulta
ser un soñador y sus reflexiones sobre el oficio de poeta: “la culpa es de este
oficio”, “a lo sumo acompaño”, y otros de sus versos emblemáticos: “Juro que
algunas noches me habría muerto, sin pena, / de poderlo contar después en un
poema”.
Me atraen más ciertos poemas que son como estampas, como impresiones.
El caso de Anochecer y de Magia de la lluvia: “Si llueve, mi madre
/ regresa a los treinta / y yo me acurruco, / feliz junto a ella.” Más aún me
interesan los que tratan anécdotas traumáticas de la infancia, poemas que se
acercan al borde del precipicio del patetismo y que lo evitan con elegancia,
como Una historia trivial, La espera o Cerca del cielo. Y sobre todo me interesan esos poemas narrativos,
característicos suyos, que son como frisos de una época de la vida: la infancia
en El pueblo, la adolescencia en Verano y humo, los tiempos oscuros en Diez años de su vida, las mujeres con
las que ha convivido en Imágenes: “Imágenes
ya muertas del que fui / según las circunstancias y los años, / que aún
perduran, borrosas y amarillas, / como viejos retratos”. No obstante, pese a su
dominio, en muchos de estos poemas prescinde de la rima. Está claro que no
siempre es la solución.
Javier
Salvago. La vida nos conoce; Ed. Renacimiento, 2011
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