Cuando leí por primera vez Shibumi,
los ordenadores me parecían ciencia ficción. Que una organización llamada Madre
basara su poder en las informaciones obtenidas de un ordenador enorme resultaba
una fantasía estimulante. Igual pasaba con otros conocimientos insinuados por
el autor, un misterioso individuo que no firmaba con su nombre, sino con un
seudónimo: Trevanian. Hablaba del gô, una especie de ajedrez japonés y sus
lecciones de vida. Hablaba del naked kill
(crimen desnudo), una técnica de defensa personal que convertía un inocente
bolígrafo o una tarjeta de plástico en armas mortales. Hablaba del éxtasis
místico, narraba con detalle expediciones espeleológicas y hasta desgranaba los
cuatro niveles de sabiduría sexual a los que puede aspirar un ser humano. Todo
ello, en medio de una trama de espionaje.
Cuando leí Shibumi por
primera vez, acababa de descubrir a Trevanian, había devorado La sanción del Loo y La sanción del Eiger, y ni me creía ni
me dejaba de creer que las técnicas apuntadas por el escritor fueran ciertas.
De hecho, Trevanian advertía que no concretaba más porque las explicaciones que
había dado en libros anteriores habían provocado muertes y suicidios y le
parecía irresponsable poner nuevos conocimientos en manos que no estuvieran
preparadas para usarlos. Sin duda era un hábil subterfugio para incrementar el
suspense. No obstante, yo subrayaba y tomaba notas. Quería ser novelista
policiaco. Luego abandoné el libro, que se fue desvaneciendo en la memoria. Los
cientos y cientos de lecturas que vinieron después lo han ido borrando. Al
final quedaba solo una vaga sensación, una sombra.
Pero en este último año he sabido que Don Wislow (El poder del perro), había retomado al protagonista de Shibumi, el refinado Nicholai Hel, para
reconstruir en Satori su juventud en
Shangai, que Trevanian dejó apenas esbozada. Paralelamente, aprovechando la
contingencia, la editorial Roca ha reeditado Shibumi, en la misma traducción de Montserrat Solanas de mi Plaza
& Janés de 1985. Por si fuera poco, Carlos Boyero, otro forofo de Trevanian,
nos explicó cómo había rastreado con Fernando Trueba y Fernando Colomo la
identidad que se ocultaba tras el seudónimo de Trevanian y cómo habían sido
engañados por un enigmático individuo del que no da más detalles (Trevanian, aquel aroma enigmático. El
País, 7 de enero de 2012).
He tardado unos meses, pero en cuanto he podido, he vuelto a Shibumi. Me ha costado entrar en él. En
primer lugar, las letras del libro se han desdibujado, han perdido color y
matices, como si estuviera diseñado para autodestruirse. Todos los libros lo
están, ya lo sabemos, pero es inquietante descubrirlo en un ejemplar tan familiar.
Además está lleno de subrayados que tracé entonces, cuando subrayaba de otra
manera, que ahora me desconcierta. Tampoco recordaba los criterios que utilicé
y me costaba reconocer mi propia letra. Los conocimientos que Trevanian
desarrolla paralelamente a la trama retardan a veces tanto el suspense que he
llegado a saltarme páginas, unas veces perdido en Shangai, otras atrapado en
las entrañas de una caverna del País Vasco Francés. Encima, el superordenador Fat
Boy, comparado con cualquiera de nuestros portátiles, resulta grotesco, tan
limitado que pierde verosimilitud.
Sin embargo, después de terminarlo, el libro va creciendo. El pasaje
final tiene shibumi, que significa en
japonés belleza natural, simple, discreta. No en vano es un best seller. Como dice Boyero, hay momentos
magníficos. Me pregunto en qué pudo influirme. Entre otras me impresionó la serena
aceptación de los protagonistas. ¿Experimentó el autor las técnicas? ¿Cuánto
hay de verdad y cuánto de ficción en ellas? ¿Quién y por qué utilizaba como
seudónimo Trevanian para firmar unas novelas que están traducidas a catorce
idiomas y han sido devoradas por millones de lectores? ¿Por qué ha preferido
pasar inadvertido que ser famoso? Y, quizá la pregunta más difícil de contestar
de todas: ¿Cómo demonios consiguió pasar inadvertido? La cruda realidad es tan
sosa que uno tiende a creer que hay algo más: Trevanian era neoyorquino, se
llamaba Rodney Whitaker (1931-2005), luchó en la guerra de Corea, fue profesor
de cine en la Universidad de Texas y vivió en el País Vasco Francés, donde se
desarrolla una parte de Shibumi.
Trevanian:
Shibumi.. Ed. Plaza y janés 1989 / Reeditado por Ed. Roca, 2012.
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