Según en qué momentos, cruzar el parque de Abelardo Sánchez tenía
algo de heroico. “El Parque, a esas horas, imponía. Se hablaba de atracos (yo
mismo fui atracado un par de veces), de gente oscura que rondaba los urinarios,
de pandillas que abandonaban los barrios marginales al caer la tarde... El frío
y la oscuridad de la ciudad se volvía más densa en el Parque”. La memoria
infalible de Frutos Soriano convierte en una aventura prodigiosa la remota
experiencia de cruzar el parque de la mano de su madre cuando era niño. Mágica,
porque es el recuerdo que elige para activar el hechizo Expectro Patronum, el que Harry Potter aprendió del profesor Lupin.
Hacía falta un recuerdo con mucha fuerza, un recuerdo especial. Harry eligió la
vaga sensación, casi un sueño infantil, de vislumbrar las caras de sus padres.
Frutos, la de cruzar el Parque de la mano de su madre.
Naturalmente, el hechizo en el caso de Frutos es virtual. Aunque tal
vez no tanto como parece. Consigue iluminar una escena pueril. Consigue
emocionarnos. A mí doblemente porque conozco a Frutos desde que éramos unos
críos con ambiciones literarias y él fue mi primer guía de lecturas. Apenas un
año mayor que yo, siempre se las apañaba para aparecer con un autor nuevo o un
libro extraordinario, que él glosaba con ceremonioso entusiasmo, sosteniéndolo
en una mano mientras se ayudaba de la otra para explicarse. Ya por entonces, a
veces, hacía un gesto de incomodidad, como si le apretara el cuello de la
camisa y necesitara liberarlo. Ninguna de sus propuestas me defraudó. Al
contrario. Conservo el recuerdo de lecturas como la de El señor de los anillos, como una experiencia iniciática.
Han pasado los años, como ocurre siempre en los cuentos, pero Frutos
Soriano se las ha ingeniado para conservar aquella capacidad de asombro. En
gran medida incrementada gracias a la complicidad con su hijo Ezequiel, cuyo
crecimiento ha aprovechado para inclinarse a ver el mundo otra vez con ojos
infantiles. Así, son deliciosos los capítulos en los que Frutos revive las
películas que han visto juntos y las sensaciones compartidas. Las citas son
siempre certeras, como aquella en la que Allan Parrish cuenta lo vivido en la
jungla procelosa del juego Jumanji: “Oyes pasos en la oscuridad, algo que no
puedes ver se acerca, y rezas para que tú no seas su comida”.
La prosa delicada y minuciosa de Frutos obra el resto. Parece que
escribe acariciando el libro o la bola de cristal o lo que sea. Para dar forma
definitiva al libro, se encerraron su hijo y él en una casa en Trasmoz, al pie
del Moncayo, en una soledad parecida a la del protagonista de la serie Doctor en Alaska, de la que Frutos,
mitómano incorregible, era forofo. El pueblo de la serie se llamaba Cicely, y
del esplendor descontrolado de la primavera en aquellos parajes procede el
título. El deshielo en Cicely es una
autobiografía a salto de mata. A la manera de Borges, reúne artículos escritos
hace un cuarto de siglo con otros actuales, mezcla prosas con versos,
reportajes con cuentos infantiles y acaba con tres poemas de Ezequiel. El
resultado es muy desigual, lo que distrae de los pasajes magníficos, que brillan
en la espesura.
Yo disfruto sobre todo de las descripciones y las narraciones en las
que la bondad de Frutos se sobreentiende, sin necesidad de entrar en moralejas.
Por eso sus haikus, con los que remata y sintetiza muchos de los artículos, son
extraordinarios. Porque en tres versos solo cabe la esencia. Y también los
textos en los que se distancia emocionalmente, como Universitarios, que es casi una prosa poética escrita en tercera
persona. O los poemas con toque surrealista, como El intercambio o el llamado Olor.
También el poema de La garita, el
mejor que le he leído a Frutos, lleno de encanto misterioso. Y el cuento La niña y el monstruo. Hasta los poemas
de Ezquiel revelan a un aprendiz con criterio. Al fin al cabo son: “En silencio
/ un niño y un adulto / espiando a un pájaro”.
Frutos
Soriano y Ezequiel Soriano: El deshielo en Cicely. Ed. QVE, 2012.
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