Está a punto de acabar la Feria de Albacete. Detrás está el otoño, la
estación de los paisajes más bellos, la mejor para perderse por el campo, entre
atardeceres en tecnicolor, robledales rojos y suelos tapizados de hojas. Me he
adelantado un poco, sin salir de mi casa, asomado a los poemas de Edward Thomas
(1878-1917), que me muestra paisajes ingleses, llenos de verdor, neblina y
soles tibios: “No hay nada como el sol hasta que estamos muertos”. Un poeta de
salir a pasear, un portillo por el que escaparse cuanto más aprietan la vuelta
al instituto, la bronca municipal y el ajetreo social de nuestra Feria. Un
descubrimiento. ¿Cuántos poetas nos quedan por descubrir que merecen la pena? No
soy muy exigente: “de hecho, aquí no hay nada / salvo un lugar callado donde
antaño hubo ruido, / nosotros y los árboles, imperfectos amigos / desde que
echó a andar el tiempo; y, sin embargo, / entre ellos y nosotros aún se tiende
un misterio”.
De todos los poetas que uno lee con gusto, siempre queda una
sensación que se apaga despacio al alejarse. La ventaja es que puedes reavivarla
con una relectura o con el regurgitado de unos versos que se quedan flotando: “pero
las aves tienen / lo santo que han perdido las campanas”. En el caso de Thomas,
la sensación resultante es la de haber dado un paseo por el campo. Quizá por
eso, en su tiempo, lo tildaron de paisajista. Y existe una tradición que
menosprecia a los poetas descriptivos, y que en las islas británicas se remonta
a Yeats, que veía mal hablar de la naturaleza sin más, sigue con Pound cuya máxima
de evitar toda descripción en poesía figura en los cánones del género, y llega
hasta Eliot que permitió un poco la descripción, siempre que fuera el reflejo
de un estado del ánimo, con su teoría del correlato objetivo.
Pero yo leo a Thomas y no entiendo nada de todas estas reticencias.
Su paisajismo incluye, además de la descripción, el paso del tiempo por el
paisaje descrito. Y de ambos elementos, paisaje y tiempo, emana siempre un toque
de emoción. Unas veces es un transcurso fugaz, como el del tren: “mientras
pasó, fue nulo el tiempo”. Otras veces es un paraje en el que nunca habíamos
reparado hasta que desapareció (Lo conocí
al perderlo). En más ocasiones, un árbol, un paraje o el canto de un ave
rescatan una escena perdida: “Y durante un minuto el mirlo / cantó muy cerca, y
con él, cada / vez más lejos, todas las aves / que en Osfordshire y
Gloucesteershire cantan”.
Pero lo más sorprendente de Edward Thomas, para quienes no entienden
cómo funciona la poesía, es que empezó a escribir versos con treinta y seis
años. ¿Cómo se puede llegar a ser tan bueno a esa edad? Evidentemente había
practicado mucho, para afinar el oficio. Sin embargo, también había vivido
mucho y escrito más de veinte libros de otros géneros. De hecho, muchos de sus
poemas son un destilado de temas recogidos en libros anteriores, que pueden
considerarse así ensayos de lo que luego sería su obra en verso. Un prosista
mediocre se convirtió de esta manera en un poeta excelente porque estaba
entrenándose para serlo sin darse cuenta. Le duró poco la inspiración. Recién
cumplidos los cuarenta, enrolado en las tropas británicas, murió en un
bombardeo en el principio de la batalla de Arras.
Le costó mucho a su viuda sacarlo del anonimato, porque era un
descriptivo, pero ya no ha parado. Edna Longley lo considera el eslabón que une
Hardy con Larkin. Un clásico, mira por dónde, y ahora vengo yo a enterarme. El
rescate en castellano es de Gabriel Insausti, que insiste mucho en recuperar la
forma de los poemas, la rima sobre todo, con lo difícil que eso resulta incluso
en castellano. Al lado de logros excelentes, hay bastantes poemas que se me
caen, lo que me ha permitido practicar uno de mis vicios favoritos: la
reescritura de versiones con lápiz en el libro. Por cierto, una edición
primorosa, una caricia para las manos.
Gabriel
Insausti: Poesía completa de Edward Thomas. Ed. Pre-textos, 2012.
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