Cuando buscas en google las palabras twittear + caracteres, lo
primero que te aparecen son trucos para superar el límite de 140 caracteres,
que supuestamente son el máximo que se puede escribir en un tuit. Y es que nos
falta espacio para decir todo lo que hay que decir, para desahogarnos en el mar
agitado de las noticias rápidas, del derrumbe de un país en bancarrota social, del
humo con que intentan distraer nuestra atención hacia las medallas de la
Olimpiada o los Cristianos Ronaldos. Pataleamos en las redes sociales, en medio
de una sucesión insoportable de revelaciones de nuevos fraudes y corruptelas
que permanecen impunes. Y queda la sensación de que a cada tuit se lo traga
otro tuit, dejándonos con el sabor agridulce de lo dicho, que empieza a
evaporarse.
Es en este caldo de cultivo donde unos cuantos tipos se afanan porque
lo que dicen no se lo trague internet, sino que permanezca. Y nada permanece si
no resulta útil. El venezolano Rafael Cadenas (Barquisimeto, 1930) nos deja el Sobre abierto de su último libro,
punteado de poemas que se leen con la misma levedad con la que bebe uno un
sorbo de agua. Estás a punto de cerrarlo y olvidarte de él, cuando reparas en
que te ha quedado sabor de sal en la boca. Y vuelves. No corren tiempos de
andar perdiendo el tiempo: si algo no te interesa, pasas página y a otra cosa.
Que, incluso tomando esta precaución, no abarcas la magnitud de lo que se te
ofrece. Somos dioses a los que el bienestar ha puesto delante todos los bienes
imaginables y ahora Rajoy nos los viene quitando a guadañazos.
María Zambrano dijo que escribir poesía era tratar de salvar las
palabras de su vanidad, de su vacuidad, endureciéndolas, forjándolas para que
perduren. Ese es el afán de Rafael Cadenas, que en muchas de las piezas se
esfuerza por dejar patente su intención de acertar en la diana sin intentar dar
en la diana, a la manera zen que enseña al tirador de arco a que no hay que
desear dirigir la flecha al blanco, sino abandonar todo deseo hasta sentir que
uno se funde con el blanco. Y solo entonces, dejar que la flecha salga
disparada. Para eso el poeta se quita de en medio, literalmente: “Flor, / el
que te mira / en este instante / se aparta / para hacerte sitio.” Intenta
evitar que la razón sea quien dirija las palabras, y como el tirador que
hablase con su arco, él dialoga con el poema pidiéndole que se suelte de su
mano: “¿Para qué este empeño en hacerte a mi imagen / cuando sabes cosas que yo
no sospecho?/ (…) Poema, / apártame de ti”.
El objetivo final es que “el viejo metal (del idioma) / suene como
encantado”, que a fuerza de apartarse y deshacerse en humildad, la musa acabe
concediéndole “las palabras justas / para su tarea: no decir lo que se espera /
sino / ser vocero / de la más absoluta necesidad”. ¿Pero cuál es la más
absoluta necesidad en este tiempo de crisis y desahogos sucesivos y masivos? Quizá,
en primer lugar, la forma de decir las cosas, a la manera oriental, estilizándolas
hasta que se quedan en la mínima expresión. El resultado te contagia su ritmo
pausado, en donde los silencios resuenan tanto o más que las palabras. Luego está
cuando acierta en la diana, sobre todo cuando se centra en la memoria y sus
relaciones con la identidad, la memoria de un anciano que está de vuelta pero sigue
aprendiendo: “Sin embargo, concluido el viaje, / sentimos que en nosotros / -ya
no rehenes / de la esperanza- / había nacido / otro temple”.
Finalmente la llamada de atención sobre lo que pasa desapercibido sin
dejar de ser importante: “Uno vive despidiendo cosas / que los hombres no
quieren tener”. Cuanto más lo repetimos, más verdad es que los árboles nos
impiden ver el bosque, que los desahogos nos impiden centrarnos en resolver el
problema: “El pájaro carpintero / sigue horadando el árbol / aunque ya no
exista”.
Rafael
Cadenas: Sobre abierto. Ed. Pre-textos, 2012.
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