La poesía de Alfonso Ponce es como el autor: meticulosa, detallista,
delicada. “Tengo miedo de la quietud del agua”. Podría encuadrarse en esa línea
que llaman del silencio, que emana de Valente, vía Gamoneda, y que recibe este
nombre porque calla más de lo que dice, usa muy pocos elementos para prender la
evocación y proponer al lector que acabe lo que el poeta ha empezado. Aunque
Ponce añade variaciones personales, ecos de clásicos como Juan Ramón. Y además tiene
una vena modernista que le brota de pronto y derrite una palabra, hace bailar
sus letras, o introduce un neologismo, como la “luz zurbariana del crepúsculo” o “aquel nomadeo de nostalgias”.
Los poemas de Alfonso Ponce, y más los de este último libro con el
que ganó el premio Marcelino Quintana 2010, recalan mucho en el amor. Ya le
pasaba en el precedente, Oscuro fulgor, con
el que ganó el premio de poesía Paco Mollá en 2002. Sin duda, este escritor albaceteño
de 1947, que ha sido presidente de la asociación Alcandora, es un poeta amoroso
y de la luz. Son respectivamente su tema y su elemento favoritos. Sus poemas van
y vienen del amor a la tarde que se apaga y se lleva la energía. De hecho, muchas
veces se aferra a las palabras para que le salven de la oscuridad: “cuando
arrecia la noche / toco a ciegas la luz”. O, en otro momento: “como si aún
fuera posible ser un niño / pongo el corazón en la palabra / y froto la
oscuridad para que brote la luz”.
El prologuista Miguel Ángel Martínez Perera ha observado que la palabra
nieve aparece en once de los cincuenta y cinco poemas. Y es cierto, aunque yo
creo que en la medida en que la nieve refleja la luz, la multiplica, acaba
siendo más luz que la luz misma. No es extraña esa frecuencia. De hecho Alfonso
Ponce trabaja, ya lo he dicho, con muy pocos elementos, con los que busca
variaciones sutiles. El amor en sus poemas es pura madurez, real, rotundo: “No
eres la que amé. / Eres la que amo”. Aunque para llegar a ese estado de
seguridad, ha habido que hacer antes
profundas concesiones: “Y para amar / tenemos que dejar de ser lo que somos”. Así
el resultado es un tipo de amor menos frecuente en nuestra lírica, sereno más
que pasional, de compromiso permanente: “Al fondo del zaguán de tu mirada /
tras los disparos impávidos del alba, / esa conspiración de ser felices”.
Esa conspiración de ser felices. Versos que persiguen la degustación
del momento, una continua conciencia de que cada minuto hay que disfrutarlo,
capturarlo en una observación, en un detalle, para que no se escape sin la
constancia de haberlo vivido. Es tanto ese afán y se escapa tanto el vivir, que
casi siempre el poeta llega tarde para atrapar el presente y ha de contentarse
con los indicios de que por allí ha pasado: “el silencio distinto / que sigue a
una detonación”. Incluso celebra la facilidad con que se le fue de las manos “todo
desapareció / como ese olor a lluvia / que el aire se lleva a otro jardín
lejano”. Ponce tiene la vida, pero siente nostalgia de tenerla: “casi amamos la
vida / que se escapa / como esos globos que huyen / para siempre / de las manos
de los niños”.
En ese juego de la evocación sutil, en poemas breves que alientan más
que dicen, vivir es un temblor, una duda omnipresente, más grande cuanto más
lejana. En Recuerdos, el poeta duda
de “aquella mujer que me amó / o dijo
que me amaba”. Y, si el presente y el pasado son nostalgias, el futuro, ni
siquiera eso: resulta tan frágil que se escapa en un soplo: “el tiempo
venidero, una hoja descalza sobre el agua”. Toda convicción, hasta la más
pequeña está flotando sobre esa hoja: “ni siquiera tengo el don de la tristeza”. Vista y no vista, como la luz, así es la vida: “tal vez… / seguir estando
vivo consista en no saberlo”. Alfonso Ponce
Gómez: Emboscado en la luz. Tepemarquia ediciones, 2011.
La poesía de Alfonso Ponce es como el autor: meticulosa, detallista,
delicada. “Tengo miedo de la quietud del agua”. Podría encuadrarse en esa línea
que llaman del silencio, que emana de Valente, vía Gamoneda, y que recibe este
nombre porque calla más de lo que dice, usa muy pocos elementos para prender la
evocación y proponer al lector que acabe lo que el poeta ha empezado. Aunque
Ponce añade variaciones personales, ecos de clásicos como Juan Ramón. Y además tiene
una vena modernista que le brota de pronto y derrite una palabra, hace bailar
sus letras, o introduce un neologismo, como la “luz zurbariana del crepúsculo” o “aquel nomadeo de nostalgias”.
Los poemas de Alfonso Ponce, y más los de este último libro con el
que ganó el premio Marcelino Quintana 2010, recalan mucho en el amor. Ya le
pasaba en el precedente, Oscuro fulgor, con
el que ganó el premio de poesía Paco Mollá en 2002. Sin duda, este escritor albaceteño
de 1947, que ha sido presidente de la asociación Alcandora, es un poeta amoroso
y de la luz. Son respectivamente su tema y su elemento favoritos. Sus poemas van
y vienen del amor a la tarde que se apaga y se lleva la energía. De hecho, muchas
veces se aferra a las palabras para que le salven de la oscuridad: “cuando
arrecia la noche / toco a ciegas la luz”. O, en otro momento: “como si aún
fuera posible ser un niño / pongo el corazón en la palabra / y froto la
oscuridad para que brote la luz”.
El prologuista Miguel Ángel Martínez Perera ha observado que la palabra
nieve aparece en once de los cincuenta y cinco poemas. Y es cierto, aunque yo
creo que en la medida en que la nieve refleja la luz, la multiplica, acaba
siendo más luz que la luz misma. No es extraña esa frecuencia. De hecho Alfonso
Ponce trabaja, ya lo he dicho, con muy pocos elementos, con los que busca
variaciones sutiles. El amor en sus poemas es pura madurez, real, rotundo: “No
eres la que amé. / Eres la que amo”. Aunque para llegar a ese estado de
seguridad, ha habido que hacer antes
profundas concesiones: “Y para amar / tenemos que dejar de ser lo que somos”. Así
el resultado es un tipo de amor menos frecuente en nuestra lírica, sereno más
que pasional, de compromiso permanente: “Al fondo del zaguán de tu mirada /
tras los disparos impávidos del alba, / esa conspiración de ser felices”.
Esa conspiración de ser felices. Versos que persiguen la degustación
del momento, una continua conciencia de que cada minuto hay que disfrutarlo,
capturarlo en una observación, en un detalle, para que no se escape sin la
constancia de haberlo vivido. Es tanto ese afán y se escapa tanto el vivir, que
casi siempre el poeta llega tarde para atrapar el presente y ha de contentarse
con los indicios de que por allí ha pasado: “el silencio distinto / que sigue a
una detonación”. Incluso celebra la facilidad con que se le fue de las manos “todo
desapareció / como ese olor a lluvia / que el aire se lleva a otro jardín
lejano”. Ponce tiene la vida, pero siente nostalgia de tenerla: “casi amamos la
vida / que se escapa / como esos globos que huyen / para siempre / de las manos
de los niños”.
En ese juego de la evocación sutil, en poemas breves que alientan más
que dicen, vivir es un temblor, una duda omnipresente, más grande cuanto más
lejana. En Recuerdos, el poeta duda
de “aquella mujer que me amó / o dijo
que me amaba”. Y, si el presente y el pasado son nostalgias, el futuro, ni
siquiera eso: resulta tan frágil que se escapa en un soplo: “el tiempo
venidero, una hoja descalza sobre el agua”. Toda convicción, hasta la más
pequeña está flotando sobre esa hoja: “ni siquiera tengo el don de la tristeza”. Vista y no vista, como la luz, así es la vida: “tal vez… / seguir estando
vivo consista en no saberlo”. Alfonso Ponce
Gómez: Emboscado en la luz. Tepemarquia ediciones, 2011.
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