He adquirido una servidumbre. Durante un tiempo, cada vez que asome a
los periódicos y hablen de México y de los muertos del narcotráfico, mi mente
irá más allá de los titulares, estaré cerca de la sangre y la aridez, del olor
a pólvora y el zumbido de las moscas. No porque haya visitado en persona el
país. Sino porque lo he vivido hasta el fondo en la adictiva novela de Don
Winslow, El poder del perro. Una de
esas novelas largas que te absorben como un paisaje amazónico y te involucran
en la vida de los personajes hasta convertirte en uno más. Es lo más parecido a
un sueño real, en el que para ir y volver de la vida a la lectura necesitas
cruzar la frontera. No quieres que se acabe. La lees tratando de avanzar más
despacio, y sin embargo galopas sobre las páginas porque ansías saber cómo se
resuelve la trama.
El México de El poder del perro
me remite al de 2666, la obra póstuma
de Roberto Bolaño, algunos de cuyos pasajes transcurren en Ciudad Juarez, la
ciudad con más mujeres masacradas del mundo, en el corazón del continente, en
la frontera con Estados Unidos. Como explica en el prólogo Rodrigo Fresán, cruzar
esa frontera supone un cambio demasiado brusco, tan brusco que parece una
frontera mágica. Y sin embargo, nada más real y estremecedor que el juego en el
límite de la vida y la muerte que se desarrolla, sobre todo cada noche, en los
cañones y los secarrales que unen ambos estados. La novela de Winslow, se
concentra en la zona oeste de esa línea de sangre, entre Tijuana y San Diego, junto
a la costa del Pacífico.
El protagonista moral es un estadounidense mestizo llamado Art Keller,
veterano del Vietnam y funcionario de la Agencia antinarcóticos de Estados
Unidos. Por falta de cálculo, ayudó a la familia Barrera para que se
convirtiera en dueña del comercio ilícito y a la vez del poder absoluto en la
zona. El afán de reparar este error es el motor de la novela. No se limita a un
espacio físico, porque la cocaína viene del Centro de América y a veces hay que
ir a las fuentes, y los negocios abarcan también otras mercancías como las
armas, otras fronteras aún más lejanas. Pero sobre todo, abarca treinta años de
historia en los que resulta imposible deslindar la historia que hemos conocido
en los telediarios y la ficción literaria. Tan bien imbricadas están ambas.
Winslow asegura que estuvo documentándose seis años para escribir la
novela, y que se entrevistó in situ con los narcos, a quienes prometió que no
daría nombres a cambio de que se sincerasen sobre su manera de ver la vida. El
resultado, desde luego, tiene la textura y el sabor de la vida. Manifestada con
una crudeza que nos resulta difícil de asimilar desde nuestra cómoda
perspectiva europea. Según un crítico norteamericano, que el diez por ciento de
la novela fuera verdad sería horripilante; que lo sea el noventa por ciento puede
ser casi insoportable. Para disipar posibles dudas, el autor afirma que, aunque
aparezcan personajes y situaciones ficticias, hay muy poco en el libro que no
haya sucedido realmente. Eso es lo que da miedo. Al parecer, mientras iba enviándole
capítulos, su editor le objetaba a menudo: “Don, esto es demasiado”. Y él
respondía: “De acuerdo, yo pienso lo mismo, pero es verdad”.
Es una verdad tan incandescente, que casi cuesta trabajo creer que
tiene ya un lustro, que Winslow publicó la novela en 2005 y que llegó a España
en 2009, año en que fue declarada mejor libro del año por el gremio de libreros
de Madrid. Gana actualidad con los días, como El Padrino, con la que guarda cierto
parentesco. En cambio, hay quien dice que las demás obras de Winslow quedan muy
por debajo y que no debía haberse a atrevido a intentar una segunda parte de Shibumi de Trevanian. Habrá que verlo. Entre
tanto rebusco en los montones de Librería Popular otra historia en la que
sumergirme. Tengo el mono.
Don
Winslow: El poder del perro. Roja&negra, 2012 (quinta edición).
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