Que nadie se coma de vista a la poesía, ensillándola en lo tierno y
en lo timorato, porque en ella, para quien sabe usarla, cabe todo. Desde
Quevedo, que fue y que sigue siendo maestro de la mala leche, hay una larga
tradición de clásicos españoles que le arrean mandobles más o menos irónicos a
su patria. Hasta Gil de Biedma, que quería vivir como un noble arruinado “en un
viejo país ineficiente, / algo así como España entre dos guerras”, pasando por
los Machado: ya el bueno de Antonio advertía al “españolito que vienes / al
mundo, te guarde Dios / que una de las dos Españas / ha de helarte el corazón”.
El meterse con España es casi un subgénero de nuestra lírica.
Antonio Rodríguez Jiménez (Albacete, 1978), como buen profesor de
literatura, conoce la tradición a la que se incorpora, y se aplica a esta veta
reivindicativa sin que le tiemble el pulso. Al fin y al cabo, pertenece a una
generación maldecida por la situación económica y social. Tiene derecho. Lo
tendría de todos modos, qué caramba. Cierto que introduce el libro ganador del
premio Arcipreste de Hita 2011 con una declaración de intenciones sibilina: “lo
bello nunca debe pasar inadvertido; por eso hay que cantarlo”. Pero pronto nos
damos cuenta de que su concepto de lo bello no se agota en lo plácido y lo
complaciente, que para él la reivindicación de lo injusto forma parte activa de
sus ingredientes.
En una de las piezas destacadas del poemario, La belleza de Medusa, aborda el tema de España desde la óptica de
una profesora estadounidense que ha conocido nuestro país y ha aprendido a
amarlo. Paseamos con ella por nuestra parte más atractiva, pero en el final machadiano
comprendemos que la perturbadora medusa a la que se refiere el título es
nuestra España: “esta tierra reseca y enfrentada, / adocenada, estéril,
delirante, / terriblemente bella y seductora, / que hiela el corazón de quien
la ama”. No es el único momento del libro en donde el bisturí del poeta elude
la fácil complacencia. Mucho nos tememos que Canto a una ciudad sin río es una oda inversa a nuestro Albacete:
“Aquí me quedo sin ningún motivo. / Aquí respiro, aquí se ahoga la vida.” Y Nada puede usurparnos la belleza parece
un vaticinio de la crisis en la que nos debatimos: “Hasta en la destrucción es
deslumbrante / esta estirpe dañina y creadora”.
No, no elude la crítica a lo que no funciona Antonio Rodríguez. Como
no elude en absoluto ningún tema este joven poeta que ha tardado una década
larga en madurar su primer libro, después de haber apuntado ya oficio en la
antología La Generación Fanzine y en la
revista Isla desnuda, de la que fue
fundador y consejero de redacción. Si ha tardado tanto es precisamente porque
se toma muy en serio el oficio. Dueño de un estilo filosófico y cerebral, se
plantea retos: escudriña la relación de los futbolistas con la belleza a través
de sus desplazamientos sobre el campo: “trazan líneas precisas e invisibles /
sobre un tapiz rectangular y hermoso”; intenta comprender la dimensión del
astronauta: “lo acompaña incansable ese destino / que aguarda al breve sueño de
su especie”. Se mueve en estos poemas aún cerca de la sombra de su apreciado
Juan Antonio González Iglesias, buscándose en la línea metafísica que han
puesto de moda también los seguidores de Antonio Cabrera.
Y, pues no elude ningún tema,
también se atreve con el amor, no menos complicado cuando se intenta huir de lo
manido, lo que consigue con solvencia en Contrato
dual de telefonía móvil. Antonio Rodríguez se impone y cumple su propia
consigna: “Rechaza toda senda que conduzca / a la felicidad. No es tu destino /
renunciar a la luz de la conciencia”. Y trabaja en la convicción de que estamos
condenados a la belleza, porque está en todas las cosas; solo hay que
destilarla: “La belleza del mundo: nadie ose / negarla en el fulgor de los
relámpagos; / medirla con el tiempo de una estrella”.
Antonio
Rodríguez Jiménez: El camino de vuelta. Ed. Pre-textos, 2012.
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