“¿Verdad que este camino no da miedo?”, pregunta el más chico de los
críos que se adentran en la espesura del jardín. Lo pregunta haciéndose el
indiferente. Pero como tantas veces sucede en la vida y en los periódicos, en
la negación está implícita la afirmación. Los cuatro o cinco zagales creen que
nadie les escucha. Sin embargo, muy cerca, invisible a sus ojos, leyendo, está
el poeta. Ha oído la frase, la anota, y los inmortaliza. En cierta manera son
como la mayoría de los otros personajes del último poemario de Trapiello: algún
tipo de pájaros, plantas muchas veces secas, el cierzo, insectos zumbando
alrededor de la lámpara… Trapiello es un polígrafo imparable: escribe al mismo
tiempo un diario, ensayos, artículos, novelas y también poesía. Y da la
sensación de que para este último género reserva los momentos marginales de su
desenfreno. Esos momentos en los que el trajín se remansa, el mundo se detiene.
Por eso le sorprenden muchas veces leyendo. Y el acto mismo de la lectura entra
a formar parte de la pieza, porque este leonés recriado en Madrid lo aprovecha
todo, no deja nada sin vivir y, sobre todo sin escribir, como si ambas fueran
una misma cosa para él. En El retiro un
día de diario, cuando remata su conversación con el lector, le advierte: “Te
comprendo. También yo estoy pensando / en llegar con mi amiga cuanto antes a
casa / allí donde, lector, ya no harás falta”. Y no obstante, una vez más, como
el chiquillo que buscaba la complicidad de sus compañeros de aventura, la
negación implica afirmación. Le hacemos falta al poeta y lo seguimos a través
de la sutil elipsis, imaginándonos casi sin querer lo que hará con su amiga en
la pausa que sigue al final del poema. Negaciones que afirman, afirmaciones que
niegan: “No me importa, poema, quién te escriba / ni cuándo ni en qué sitio, /
ni si no fuera yo”. Como el niño que tenía miedo, finge que no le importa ser
quién escriba, quien viva, finge que huye de la rutina para hablar de rosas
resecas, de las golondrinas, de los naranjos, los gorriones, de un cántaro roto…
Y todos los seres y los objetos muertos componen la rutina del recuerdo.
Trapiello es un poeta de la memoria, pero no de la nostalgia; no es elegiaco
porque no se refiere al pasado como algo muerto, sino como algo que vive
todavía en los objetos y en los olores que mantienen con vida al que fue. No
recuerda, sino que reflexiona sobre el hecho de recordar. Por ejemplo, en uno
de los poemas que más me gustan del libro, unas motas de polvo le sirven como
agarradero cuando nada más queda: “Han pasado los años, / y el desván y la casa
ya no existen, / pero el niño allí sigue… (…) / De todos los posibles, este
raro / disfraz que llevo puesto de mí mismo / hubiera sido el último en
probarse…” Es poesía épica porque no siente la obligación de la síntesis, no se
resiste a contar, a pormenorizarlo todo, a convertirlo todo en historia. Épica
de lo cotidiano que vive detrás de lo cotidiano y que continuamente nos remite
a los momentos en los que fuimos inmortales sin saberlo. Curioso que sean los
objetos resecos e insignificantes los que retengan las claves que nos permiten
regresar. Contienen, como él mismo adelantaba en una feliz imagen de su
anterior poemario, “la alegría en billetes pequeños”. E igual que en los libros
anteriores, Trapiello no se recata en dar rienda suelta a sus filias, escribe
lo que le da la gana y como le da la gana: incluye a menudo términos técnicos, introduce
el presente y lo mezcla con el clima y el estilo de obras legendarias de la
literatura, y también salpica el libro con poemas rimados, que a este lector
casi nunca le parecen los mejores. Puede que se trate de una fobia mía. Hay que
leer despacio esta Segunda oscuridad, que
parece figurativa a simple vista, pero que abre caminos enigmáticos en la
espesura de las emociones. Andrés
Trapiello: Segunda oscuridad. Ed. Pre-Textos, 2012.
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