Calor apabullante, el de estos días primeros del verano. Hasta en el
Claustro Mudéjar de Chinchilla, en las noches del Festival de Teatro Clásico,
que ya es decir. El primer día, como siempre, echamos la chaqueta por si acaso.
El aire de la tarde hervía, y sin embargo, la experiencia aconsejaba proveer
ropa de abrigo. No hizo falta. Sudamos en las sillas rojas, mientras hacíamos
gimnasia cambiando de postura, ya que esas sillas tienen la extraña propiedad
de no adaptarse a ninguna anatomía. Pero al fin, ha sido reconfortante,
inesperadamente reconfortante el resultado. Primero sorprendió que hubiera
Festival, en medio del vendaval de recortes e imprevisiones. Luego, mosqueaba
que se hubiera comprimido la semana de antaño en solo cuatro representaciones y
un concierto. Y mosqueaba más que en los programas de mano y en la revista
anunciadora, los políticos ocupen el espacio de las obras recortadas, posando como
si fueran el anuncio de otras tantas obras de teatro, de prometedora sonrisa y
corbata muy clásica. Las vaguedades con las que rellenan el resto de la página los
devuelven al papel insulso de políticos, y confirman que no han sido ellos los programadores
del Festival. El buen gusto es otra cosa. No he podido disfrutarlo entero,
porque otros ardores, los de la política municipal, me han secuestrado un par
de noches. Lo siento: me perdí a los Cachivaches de Ariza, que era lo que más
quería ver. Entre otras cosas porque el director es nuestro antiguo profesor de
teatro en el TEMA, el legendario Antonio Malonda. Mira que lo siento. En cambio
tuve ocasión de disfrutar de Gemma Cuervo en el papel de Celestina. Y digo
bien, de disfrutar. Al revés de lo que les pasa a otros, suelo esperar poco de
los actores popularizados por la televisión cuando se meten entre las tablas
del teatro. Pero la Cuervo, septuagenaria como es, tira de oficio, imanta el
escenario y llena de matices cada sílaba del texto, incluso cuando olvida el
texto y lo sustituye con morcillas, cosa que ocurre con frecuencia. Se lo
perdonamos. Incluso le perdonamos que a veces no le llegue la voz al cuello y
no se la oiga. En cambio no les perdonamos a Calixto y Melibea que sean tan
planos en su interpretación y no estén a la altura del resto del elenco, que
ralla a buena altura. Hago esfuerzos y no recuerdo un Calixto y una Melibea que
me hayan satisfecho por completo. No sé si será porque el perfil de ambos
personajes obliga a que sean jóvenes, y por tanto inexpertos, quienes los ponen
en pie. Aunque sin duda, lo mejor de La Celestina que nos ha visitado es la
versión de Eduardo Galán, que filtra la esencia de ese texto magnífico, pero
irrepresentable, convirtiéndolo en digestivo y salvando a la vez todos sus ecos
y primores. Al volver a casa, lo primero que hice fue irme a releer pasajes,
antes de que se perdiera el perfume. También la escenografía, cuyo autor no
figura en el programa. Aunque un poco aparatosa, resulta efectiva: cambia ambientes
y recrea lugares con un casetón móvil. En cambio no me gustó tanto la actuación
del también televisivo Daniel Albaladejo, el chófer de Cámara Café, en la obra
del martes. Era un Lope de Vega, Las flores de don Juan, ambientado en Valencia
y convertido en musical a lo Caetano Veloso. Aunque las voces de los actores no
fueran para tirar cohetes, aunque a veces se les liase el texto, el espectáculo
resulta refrescante. Todo menos Albaladejo, ya digo, que fuerza con lágrimas y aspavientos
la contrición de don Alonso. Es sabido que la clave del arte, de cualquier
arte, es atemperar el sentimiento, gobernarlo para que no se vaya de las manos
y se pueda expresar con matices, tal como hace la Cuervo, menos dotada
físicamente, pero con muchísimo más oficio. Finalmente, me perdí también la
obra de Ron Lalá, que hay quien dice que fue la mejor, lo que ya es decir. Y,
día a día, fue creciendo la luna sobre el Claustro de Santo Domingo. En el
Mercado Medieval la tenemos casi llena. Y corre el aire.
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