Entre 1750 y 1800 se duplicó en Alemania el número de los que sabían
leer. De pronto, veinticinco de cada cien personas se convirtieron en lectores
potenciales. Ya no se leía muchas veces un mismo libro, sino que se leían
muchos libros una sola vez. En ese caldo de cultivo, en el círculo de los
hermanos Schlegel, nació el Romanticismo. Nietzsche estaba a punto de matar a dios,
la gente estaba aburrida de su vida y empezó a buscarse a sí misma más allá del
entendimiento. El ser humano tiene eso, que necesita emocionarse como sea para
sentirse vivo. Y las emociones le vinieron, sobre todo, por el camino de la
literatura: “El público honorable conoce lo extraordinario solo a través de la
novela”, afirmaba Goethe. La poesía despegó del suelo. De hecho, Friedrich
Schlegel, afirmaba que la poesía sirve para suprimir el curso y las leyes del
entendimiento y trasladarnos de nuevo a la bella confusión de la fantasía. Es
el juego del estado de ánimo, como resumió Novalis, con una agudeza que sigue
siendo válida. Estas y otras infinitas cosas las explica Rüdiger Safranski en
un libro que es una biografía y casi una radiografía del Romanticismo alemán. Lo
ha metido entero. Como el cerebro va llevando los impulsos eléctricos de
nuestros pensamientos de una neurona a otra, así va Safranski enredando las
ideas que borboteaban en el puchero de aquella Alemania, llevándolas de nombre
en nombre, de idea en idea, pasando por poetas, filósofos y músicos. Desde el
predicador Herder, que se embarcó rumbo a Francia en 1769, huyendo de las
discusiones con los ortodoxos de Riga, hasta poco antes de Angela Merkel, que no
aparece porque no será romántica o porque Safranski terminó el libro antes de
que accediera al poder. Porque el Romanticismo abarca una escuela literaria de
poco más de veinte años 1800-20, breve e intensa como un relámpago, pero
también sus efectos, difundidos como la onda expansiva de una bomba a lo largo
del XIX y el XX. Los efectos del romanticismo producen lo romántico, que no es
un insulto pero casi. El romántico es sentimental, generoso y soñador, o sea
medio bobo, según el Diccionario de la Academia. Menospreciar lo romántico no
es nuevo: ya Goethe en su vejez, decía que lo romántico es lo enfermizo. Cierto
que hay mucho romántico suicida en la historia y mucho más traspuesto de tisis,
pero Safranski, que ha rascado hasta el fondo del baúl, dice que cuando hay
desazón por lo real y acostumbrado, y se buscan salidas, cambios y
posibilidades de superación, casi siempre entra en juego lo romántico. Y según
esa definición, el movimiento del 15M es romántico, como algunas de las últimas
cosas buenas que nos rodean. El tocho de Safranski es de esas lecturas para las
que has de tomar carrerilla, para las que necesitas un estado de concentración
especial. Si no lo tienes, mejor espérate a que llegue. Suele ocurrirme con los
libros que me aconseja el maestro Corredor Matheos. “Es magnífico”, me aseguró
con su voz ronca de sabio. Y desde entonces estuve acechando la ocasión de
leerlo, hasta que una mañana, después de examinarlo brevemente y dejarme
engatusar por la presentación de Tusquets, le eché las garzas en Librería
Popular. Luego me ha acompañado durante los últimos meses. Le hinqué el diente
con entusiasmo y casi se me queda el diente pegado. No era el momento. Conviene
no rendirse ante estas primeras derrotas. Aunque es probable que yo lo hubiera
hecho, que hubiera desterrado el libro en el fondo más oscuro de la librería
hasta olvidarme de él, si no hubiera mediado el consejo del maestro Pepe
Corredor. Un día, en medio de otra ventolera, lo retomé y era como si, en el
tiempo de separación, hubiera ido adquiriendo las claves para penetrar en las
complejidades románticas. Yo era otro lector. Y el libro de Safranski otro
libro. Hay lecturas que hay que saber ganárselas. Miro a mi alrededor y veo
cómo crecen los lectores de correos electrónicos y mensajería social. Qué nuevo
movimiento está cociéndose. Qué nuevo Safranski vendrá a retratarlo. / Rüdiger
Safranski: Romanticismo. Ed. Tusquets
editores, 2009.
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