He aquí un libro del que uno ha oído hablar incluso antes de que se
publique, antes de leer un solo poema. La voz se va corriendo, y el libro viene
despacio. “Te va a gustar”, me aseguraban buenos lectores, buenos amigos, con
esa duda en el aire en la que nos reconocemos los lectores de poesía, que
sabemos que siempre hay una rendija abierta para el criterio personal, que
siempre cabe que un libro que a ti te gusta no le guste a otro buen lector,
aunque sea tu amigo. En todos los que se referían a Violeta profundo estaba latente esa duda, pero todos decían lo
mismo: “te va a gustar”. Un libro así, cuando lo pillas, lo lees dos veces
seguidas sin levantar la cabeza, temiendo que se te escape algo, temiendo que
no te guste. Las dos cosas. Como en el cuento del príncipe desnudo, avanzas por
los poemas deseando no ser el niño que ve al príncipe desnudo mientras todos lo
ven vestido. No es el caso. Violeta
profundo está escrito en el límite del abismo, en ese punto en el que se
toca la noche con la parte interior de la piel, con el hueso abierto, con el
tuétano. Aún diría más: está escrito con un pie ya en el abismo, empezando a
separarse ya de todo: “No he querido decírtelo, pero sé que me siento / más
frío al despertar, indolente y callado. / Explicarlo es sencillo. Voy perdiendo
/ fe en el amanecer”. Pero no es un desprenderse manso, sino que está lleno de
rabia, de una rabia descontrolada en ocasiones que es uno de los grandes hallazgos
del libro: “Si algo aprendí de Roth fue que la cólera / es muchas veces
soberana, que / trizar de un puñetazo una vidriera / es saldar una cuenta con
la propia desdicha”. En el poema primero, que se llama simplemente así, La noche, hurga en la desolación
buscando el fondo más oscuro, más lejano de nuestra rutina: “En su entero
negror crujen cristales / alguien patea escombro, remueve la basura / orina en
la columna de hormigón / o golpea un batiente de madera. / Aunque tú no lo
creas, esos actos / nos dan conocimiento”, es decir, vida. Y más adelante, en
otro nocturno apasionado, Nocturno del
temblor, donde se bate en duelo de palabras con la noche, la muerte o lo
que sea, acaba preguntándole: “¿Quién te habrá visto así, desnuda y agitada, /
caída en la desgracia de temer mi deseo?”. Desde ese borde del abismo,
Fombellida se gira hacia la vida y la tantea y se abraza a un árbol como quien
se agarra a una tabla salvadora, y se agarra también a referencias culturales, como estos versos shakespearianos donde se ve el monstruo de las dos espaldas: “Noche
inversa, llorosa, déjanos / en la caldera curva de la piel / gozar del
movimiento acompasado / que no consiente luz, ni la persigue”. O
estos otros: “el mundo es un puñado de nieve y rodaduras, / una ventana ciega,
un lugar sin hogar”. Y en esa situación límite, entre el abismo y las últimas
lianas de la vida, siente correr por sus venas el río manriqueño: “Tengo la fea
conciencia de las aguas del río / y avanzo como él, encajonado y pobre”. O más
adelante: “nado dentro de mí sin darme alcance”. Versos que son icebergs
flotando en el mar de los poemas, donde no es difícil destacar ocho o nueve redondos, una cantidad grande para cualquier poemario de nuestro tiempo. Ya he
citado alguno. Podría referirme también a Quinta
del 42, impresionante homenaje a la muerte del padre, bien completado con Matinal de domingo. O el extraño Geórgica, que me recuerda a la Pesadilla de mi paisano Sarrión. El alba del negligente, Quiet song o el versicular
Háblame. Un libro de poesía
diferente, incluso a los anteriores del autor. Por eso nos sorprende y nos
estremece: “El mundo no sonríe si lo miras de frente”. Aunque lo mejor de todo
es que Fombellida se haya quedado de este lado del abismo y lo podamos celebrar
con él. / Rafael
Fombellida: Violeta profundo. Ed. Renacimiento,
2012.
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