Volver a viajar en aquellos trenes en los que nunca viajamos de
verdad, porque solo montamos en ellos a través de las experiencias que nos
contaban nuestros mayores. O tal vez sí viajamos, pero éramos tan pequeños que
no lo recordamos. Volver a pisar las calles, años antes de que las asfaltaran y
ver, entre visillos, asomada, a la fantasma última del pueblo. Oír aquellas
radios que parecían capaces de sintonizar con París o Nueva York y que traían
peligrosos mensajes de los resistentes al régimen de Franco. Ponerse en el
pellejo de artesanos que han ido perdiendo territorio: hojalatero, zapatero
remendón, gente humilde de la España rural. Desamores y amores platónicos de
adultos, sudor, polvo, un frío que despierta sabañones y un calor que reseca
las seseras. Son experiencias que nos ofrece Manuel Picó (Albacete, 1961) en su
libro Hierro y tierra, escrito con
oficio de periodista y con pulso de narrador. De hecho, muchos de los relatos
pertenecen a un género mestizo, entre la crónica y el cuento. Empiezan
mostrando a un personaje y acaban llevándonos a la vida y los problemas de otro,
aunque todo esté hilado y fluya en blanco y negro, como la foto de la portada,
una boda de los años treinta en las cercanías de Casas Ibáñez. La trama siempre
activa, la prosa tersa; pero sobre todo vívida la galería de los individuos que
se mueven en ella. Ignoro si existieron de verdad, si formaron parte de la
intrahistoria de Casas Ibáñez, porque la literatura es capaz de cualquier cosa;
pero si no existieron, merecen haberlo hecho, porque están más vivos que muchos
de los que figuran en el libro de registros: Manuel Bolaños, el que lo había
perdido todo y vivía en un coche; el cartero Lucio, más confesor que cartero;
la misteriosa mujer de la maleta maloliente; Miguel Olmedo el inmortal; el
gitano que, por no tener, ni nombre tiene, pero que va siempre acompañado de
una perra patihueca. Porque, esa es otra: Igual que el maestro Sánchez de la
Rosa, igual que hiciera Rodrigo Rubio, Manuel Picó tiene ese tacto singular de
saber colocar los mancheguismos donde hacen falta y añaden ese plus de realismo
que apuntilla los detalles. Donde hay una de aquellas radios antiguas o la
primera televisión, aparece también una mosca entelerida, la cachera donde se
guarda el gorrino, las abarcas, espuertas, horcas, legones y demás aperos, los
zarajos y el harnero. Literatura que se acerca al cine neorrealista italiano, heredera
también de aquellos relatos sociales de Ignacio Aldecoa que ponían el corazón
en un puño. Pero a la vez, literatura con toque periodístico, que entrelaza la
prosa con el detalle casero. Y en esto me recuerda a Chaves Nogales. A veces con
su punto de filosofía de almanaque, de consejos del padre que lleva en la
memoria grabados el hijo: “si alguna vez piensas que lo has perdido todo,
descubrirás que es mentira. Te queda lo más importante, la vida”. Me da que
pensar. Creo que en ocasiones es más fácil rescatar este tiempo lejano metiéndonos
en la piel de los que lo vivieron que viéndolos moverse en los documentales de
la época, donde gesticulan, zombis, nuestros abuelos, sin que ayude a revivirlos
la voz engolada del locutor del Nodo. A los que llegamos a entrever la época,
nos la enciende de nuevo. No sé qué pasará con los nacidos después. Como bien
dice Picó en uno de sus párrafos, “Ignoraba entonces que, a veces, lo que está
pegado a nosotros guarda una distancia insalvable, un secreto abismo que puede
hacernos caer al vacío, mientras en otras ocasiones la lejanía está al alcance
de la mano”. El caso es que he disfrutado con este libro, con el que no
esperaba disfrutar, lo confieso. La edición es ligeramente antipática, un poco
más estrecha de lo habitual, con más erratas de las que se merece el escritor. Tampoco
el título le hace justicia. No siempre el soporte está a la altura del
contenido: “Desconocía entonces que para el corazón humano no existen las
distancias y la proximidad solo es un estado de ánimo.” / Manuel Picó: Hierro y tierra. Ed. Eclipsados, 2011.
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