Cuando leemos un libro, le pedimos que nos cambie mientras lo estamos
leyendo. Que nos saque de la rutina, que nos sumerja en otro universo diferente
en el que nos purificamos por un rato. Pero hay libros que van más allá, como En otra casa, de Antonio Moreno. Libros
que nos cambian. ¿Por cuánto tiempo? Depende de nosotros, pero aún más de
nuestras circunstancias. En medio de una sociedad gobernada por la constante
alteración, por estímulos diminutos y caprichosos, por el soniquete de los
móviles, por el último mensaje de facebook, por la imperiosa y multiforme
actualidad, la prosa de de Antonio Moreno nos ofrece un ritmo absolutamente
distinto: el ritmo de la mirada: “Mirar las plantas detenidamente, que es como
aprender a mirar y darse cuenta de que no sabíamos hacerlo”. En efecto, vemos
tantas cosas al día que apenas nos dejan huella, porque las vemos el tiempo
justo de verlas, casi ni las pensamos. Moreno nos asegura que su libro trata
sobre la brevedad y, sin embargo, paradójicamente de la intensidad: “aplicar
bien el oído es un ejercicio intenso que no puede alargarse mucho (…) No hemos
sido creados para respirar la intensidad indefinidamente”. Se refiere a la
intensidad de las cosas minúsculas que pasan a nuestro alrededor: el sonido que
produce un caracol cuando come, una mariquita, una pared blanca, la
purificación espiritual de sentarse a comer.
El autor se aplica en desplegar lo insignificante, hasta demostrarnos
que nos contiene, y que hay más de nosotros en ese universo pequeño que en toda
la barahúnda que nos apremia y nos sacude hasta dejarnos sin resuello. La prosa
azoriniana de este alicantino de 1964, está naturalmente muy cerca de la
poesía, es poesía en el mismo sentido en que reúne a la vez la mirada y la
valoración de lo que ve. Porque no basta mirar: “Nos es dado ver muchas cosas,
pero solo podemos conocer unas pocas”. La escritura es una herramienta de conocimiento,
le sirve al escritor para saber lo que no sabía y a nosotros para apreciar lo
que el escritor ha descubierto, para compartirlo. A veces, a través de lecturas
que le sirven de guía, como aquellos consejos de Laertes a su hijo: “Sé sincero
contigo mismo, y de ello se seguirá, como la noche al día, que no puedas ser
falso con nadie”. Avanzar desde lo quieto, en el empeño de ser fiel a lo que se
ve, a lo que oye en medio del silencio, ese es el camino: “Llegada cierta edad,
esa es la tarea del hombre, expresar su lealtad, igual que hacen algunos
animales”. No lo he dicho aún, pero se trata de fragmentos de un diario,
pinceladas sueltas de lo que le va pasando a un hombre a lo largo de un año,
sin fechas, sin demasiados datos. La casa de la que habla el título es la casa
a la que se ha mudado por un tiempo, pero también es la casa de sus viajes y su
propia casa que, como vamos deduciendo, no es otra que la escritura, que sirve
de nexo a todas las mudanzas: “Miro atrás y me doy cuenta de que en ninguna
casa he vivido tantos años como los que llevo reuniéndome con un idioma y un
papel”. La casa de un hombre sabio. Y, ojo, que al lector puede costarle entrar,
como le cuesta a la mirada acostumbrarse a una estancia que está en penumbra
cuando recién llegamos del resplandor del mediodía. Los matices se van
configurando lentamente, la prosa necesita tiempo para mostrarnos los perfiles:
“Ahí donde no hay nada, el instante carece de término; a decir verdad, ahí se
cumplen miríadas de portentos”. Se
cumplen, pero es necesario descubrirlos, señalarlos. El aire, la luz, si uno se
para, son un espectáculo que deja al contemplador convertido solo en el mirar
“algo, por otra parte, bastante parecido al aire”. Y la preocupación del autor
es no perturbar ese espectáculo, que las palabras que lo transmiten sean tan
absolutamente transparentes. “Pero suenan tanto las palabras… Suenan
demasiado”, se queja Moreno. Afortunadamente, añadimos. / Antonio
Moreno: En otra casa. Ed. La isla de
siltolá, 2012. Levante.
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