La escritura empieza a ser una
ocupación pasada de moda, o al menos eso sientes mientras escribes sin parar porque
no conoces otra manera de andar y de estar solo. Porque te ahogas cuando no
escribes, del mismo modo que te ahogarías si no respirases. Pero cuando
levantas la cabeza, te aseguran que todos los libros que has ido juntando, con
la paciencia con que sumas un día sobre otro, no valen nada, aunque muchos
lleven la firma y la dedicatoria de amigos que te parecen eternos,
inalcanzables. Solo valen el peso del papel, te dicen. Y aun así sigues leyendo
y escribiendo, porque eso es lo que tú eres. Aunque comprendes, porque es
lógico, que los libros de papel suponen un gasto insostenible para la
naturaleza, un gasto de árboles y plantas, cada vez más escasos. En tanto que
los libros electrónicos pululan cada vez con más naturalidad a tu alrededor, y
con ellos el pirateo, que va convirtiendo en ilógico que hagas esfuerzos por crear
escritos que enseguida dejarán de ser tuyos. Pero tú sigues, y cuelgas las
cosas en internet para que, como si fueran un periscopio, miren por ti más allá
de la realidad en la que vives. Hasta que un día, alguien responde desde el
otro lado. Alguien que te ha leído, que con humildad te demuestra que tu manera
de estar solo sirve para alguien, y por tanto para algo. Y ese interlocutor
desconocido, que asoma al otro lado de los electrones, y que podría ser una
invención tuya, si no fuera porque no te atreves a inventar esas cosas, resulta
que encima escribe también. Pero es tan humilde que tarda años y muchos
intercambios de correos electrónicos en dejarte unos versos. Te parecen muy
buenos para su edad. Porque el interlocutor es joven. Y es una doble alegría
saber que alguien más joven comparte tu forma de estar solo, de respirar para
no ahogarse. Cerca tienes otros amigos también jóvenes y que también escriben,
pero esta confirmación los valida aún más, como si la cercanía de gente de
carne y hueso no fuera suficiente. Y el lejano interlocutor escribe bien, pero
vive hundido en una ciudad levantina y no logra publicar, no lo conoce nadie.
Le animas, compartes sus anhelos, los entiendes, te parecen injusto que no salga a la luz. Debe de
haber muchos escritores anónimos magníficos que no consiguen abrirse camino.
Está a punto de arrojar la toalla, pero le animas, porque te parecería una
pérdida para los que aman, como tú, la lectura, que su libro se perdiera. Y de pronto,
se produce lo inesperado: Jesús Bernal gana el Adonáis, con el libro que tú ya
habías leído y comentado. Es como si aflorara un pedazo de realidad sumergida que
tú conocías desde la raíz. Y, por supuesto, no has hecho nada, solo estar, ya
que la poesía de Bernal se ha abierto camino por sí sola. Pero aun así sientes
que tu naturaleza de escritor se reafirma, que la llama de la resistencia de la
literatura sigue encendida. Y lees el libro y te parece aún mejor que cuando lo
leíste mecanoscrito. El agua del manantial donde bebe es más vívida, la pecera
que deforma la realidad que refleja es más crítica con esa realidad, la casa de
su infancia más parecida a tu recuerdo, la Ropa
sin uso de su familiar muerto te impresiona porque podría ser la de tu
propio padre. Y encima es sedentario, como tú: «Y me duele admitir que cada día
/ me cuesta más trabajo imaginarme / lejos de estas montañas.» Y consigue que
el atardecer sea la flor de la ceniza y que una gota de lluvia simbolice en un
instante la vida y la muerte. Te sientes otra vez unido a un premio como el
Adonáis, que había ido languideciendo muchos años, hasta que lo ganó tu amigo
Rubén Martín y ahora Jesús Bernal. Y necesitas recomendar a quienes aman la
poesía este libro, con poemas como Esa
canción, el más irracional en apariencia de un poeta muy consciente, fluido
y minucioso, cuyos influjos (Cabrera, Simón) se perciben a través de una voz
propia. Jesús
Bernal: Hombre en la niebla. Ed. Rialp
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