Cuando conocí a Álvaro, escribía un artículo diario en un periódico
de su Málaga natal, y le costaba trabajo compaginar esta tarea con la escritura
de poesía. El artículo de prensa, aunque se trate de una columna literaria,
como era su caso, necesita un apoyo en la realidad mediática, lo que en el
argot se llama percha, y genera un estado
mental de atención a lo que ocurre en el mundo de la actualidad, incompatible
con el estar sin tiempo que requiere el poema. “El ocio es el trabajo del poeta”,
nos ha repetido muchas veces nuestro maestro Paco Brines. Como es muy
inteligente, Álvaro encontró la solución en una especie de mestizaje de
géneros: cada vez más sus columnas tenían fragancia de poemas y sus poemas se contagiaban
de la impaciencia periodística de los artículos. En medio de este proceso, sus
poemas se iban alargando, desde Intemperie
(1995) y Para lo que no existe (1995),
dos libros magníficos, llenos de enigmas con pellizco y de emociones
inteligentes, y con poemas de longitud normal para estos pagos. Cierto que en
el primero de ellos ya se abandonaba en las alas del ritmo el poema llamado Carta a un escultor. Seguro que habrá
influido también la inclinación de Álvaro hacia la poesía anglosajona en esta
propensión a los poemas largos. No en vano ha traducido a media docena de
clásicos del siglo XX en lengua inglesa, entre los que están Auden, Larkin y
Atwood. A los anglosajones, sobre todo a los estadounidenses, les gusta mucho
el poema río, donde importan mucho menos el principio y el final, que el clima
que generan, la atmósfera en la que embarcan al lector, la hipnosis en que lo
conducen por distintos estados de ánimo, en vez de por uno solo, como ocurre en
los poemas que tienen una duración, llamémosle, convencional. Con Caída (2002) ya hizo una incursión más
decidida en este poema de largo aliento, que luego certificó en El río de agua (2005). En ambos casos,
el discurrir de los versos va y viene de un espacio concreto, como un cuarto de
hotel y, sin detenerse, explora la memoria, el paisaje visible, la muerte, con
una intermitencia deslumbradora: “La reinvención constante de las cosas / por
el sencillo hecho de mirarlas / hace mágico lo real, real lo mágico”. En todo
el proceso, mientras escribía sus poemas y sus artículos, no ha dejado de
reflexionar sobre el fenómeno de la escritura. Fruto de esta investigación nació
el ensayo Poesía sin estatua (2005), donde Álvaro ahondaba en la idea de
que no es lo mismo vivencia que experiencia, que no basta el relato de una
experiencia para que surja poesía y que para transformar vivencia en
experiencia poética hacen falta varios ingredientes, entre los que no puede
faltar el tiempo transcurrido entre una y otra. Ahora, más fiel que nunca a su
estilo, Álvaro García viene de ganar el premio Loewe con Canción en blanco, un largo y compartido poema de amor, entre otras
cosas, escrito desde una habitación de hotel cercada por la lluvia: “La memoria
no cabe en una página, / pero cabe de pronto en esta noche…” Ya desde los primeros
versos, anuncia su abandono en ese ritmo que se ha convertido en su vehículo
poético, en su forma de decir poesía: “Solo puedo decirlo con la canción en
blanco, / imágenes que se unen al decirlas / como las líneas de la carretera /
se vuelven línea entera en la velocidad”. Y como siempre, entre los versos que
inevitablemente han de funcionar como nexos para que no se pierda el hilo, van
apareciendo esas perlas de lucidez que personalizan e iluminan a tramos la
dicción lírica de Álvaro García: “Con la cara en tu vientre / imagino la tierra
al sol del tiempo, / sus siglos de la luz de la edad única”. Versos de una
profundidad que abarca al mismo tiempo el tuétano del pensamiento y el hilo de
la emoción. Versos que certifican una noche de amor y un libro: “Puede que un
día estemos juntos / en el olvido uno del otro”. ÁLVARO GARCÍA:
Canción en blanco. Ed. Visor (2012).
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Puedes expresar tu opinión sobre este artículo