Me mira a los ojos, con una mezcla de determinación y de locura, y
dice: “Pero yo lo tengo muy claro: cojo el petate y me largo al extranjero a
buscarme la vida”. Con ligeras variantes, es la frase que más he escuchado
estos días a gente a la que quiero, juventud valiosa y preparada a la que están
dejando sin aire los psicópatas que rigen nuestros destinos, que son más
sensibles al bostezo de los bancos que al dolor de las personas. ¿Al
extranjero, a qué ciudad? A la que sea. Y me pongo a cavilar dónde estará esa
ciudad en la que se refugian todas las oportunidades que aquí aplastan con
decretos. Y llego a la desesperanzada conclusión de que no existe. Que es como
la Venecia de la que nos hablaron y cantaron y leímos, por ejemplo a Gimferrer
en su poema “Oda a Venecia ante el mar de los teatros”. Nos extasiaba la
promesa de felicidad de aquellos versos decadentes: “Sobre el arco voltaico de
la noche en Venecia, / aquel año de mi adolescencia perdida…” Nos extasiábamos
entonces, hasta que perdimos la adolescencia de verdad, la nuestra, no la de
Gimferrer en sus poemas, y empezamos a preguntarnos qué demonios era eso del
arco voltaico de la noche, si es que era algo más que un envoltorio de bellas
palabras. Claro, nos dejamos embriagar porque era la misma ciudad donde murió
Gustav von Aschenbach, atrapado por el amor hacia un chiquillo, un amor
morboso, incontenible, inconfesable, que le fue arrebatando la energía, la
esperanza y la salud hasta dejarlo exangüe en una playa del Lido. Qué
desangelada historia, que luego llevó Visconti al cine. Y sin embargo la ciudad
seguía quedando lejos del enfoque, en un segundo plano, más como atmósfera que
como ciudad. “Qué profunda emoción / recordar el ayer / cuando todo en Venecia
/ me hablaba de amor…” tarareaba Aznavour, arrastrando las erres, llenándonos
de una nostalgia que no era nuestra, por un amor que como mucho era de nuestros
padres o de nuestros abuelos, tan ajeno como el arco voltaico de Gimferrer o la
aristócrata muerte del personaje de Mann. Y contemplamos las postales de Il
Canaletto, que nos permitían mirar las mismas calles, puentes, ríos y canales,
a través de un catalejo de tres siglos. Y un poco más atrás en el tiempo, pero
en la misma ciudad, seguíamos los pasos afanosos de Shylock, el avaro de
Shakespeare, que iba frotándose las manos entre los puestos del Rialto y que
perdió a la vez la hija y el dinero por querer cobrar una deuda en carne, una
libra de carne, lo que pesa un corazón humano. Shakespeare probablemente nunca
estuvo en Venecia y sin embargo, como nosotros, se dejó embriagar por la
leyenda de la ciudad, y consiguió que Al Pacino nos la mostrase cuatro siglos
más tarde. También conocimos el oculto entramado de sacos de arena que sostiene
los cimientos de las casas flotantes en otra película, esta vez de James Bond,
Casino Royale. Pero ni aun así conocimos Venecia, porque no era la Venecia de
verdad, sino una escenografía turística. Y seguíamos anhelándola. Nunca
estuvimos tan cerca de experimentarla como cuando nos embarcamos tras los pasos
aventureros de Casanova en su maravillosa Historia de mi vida. Ahí estaban las
máscaras, los desplazamientos en barca desde una isla a otra, la niebla, el
chapoteo, más cerca, más tangibles que nunca. Nos perdimos en el dédalo de las
páginas de La isla inaudita de Eduardo Mendoza, visitamos los palacios
derruidos en cuyas paredes sobrevivían a duras penas las pinturas, los lujos
deshilachados de un esplendor que quizá no existió nunca. Luego le leí a
Mendoza que había escrito la novela encerrado en un despacho de Barcelona,
desde la imaginación, el único vehículo capaz de transportarnos a las ciudades
que flotan en un nombre. Cuando llegué a Venecia no me decepcionó. Es una
hermosa ciudad, desahuciada para todo excepto para el turismo, que huele a
charco viejo y donde tampoco hay trabajo para los parados ni más escapatoria
que la que tenemos aquí: echarnos, unidos, a la calle, a exigir lo que es
nuestro.
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