El
protagonista de Drive es un tipo que
antes de hablar, aunque le hayan preguntado y la respuesta nos la sepamos, se
lo piensa siete veces. A veces te dan ganas de adelantarte a contestar por él.
Smiley, el protagonista de El Topo,
se demora tanto o más para decir esta boca es mía. Sobre ambos personajes
pivota la acción de las películas en las que intervienen. Ambos observan mucho
más que hablan. Ambos se habían movido dentro de una novela antes de encarnarse
en celuloide. Pero ahí acaban todos los parecidos. Aunque la dirija un danés
(Nicolas Winding), Drive es una
película hollywoodiense, vibrante, sin más espacios para respirar que los que
invierte el protagonista en encontrar las palabras cada vez que tiene que abrir
la boca. Por su parte, El topo es una
película europea (coproducción Reino Unido, Francia y Alemania), llena de
tiempos muertos que se cubren con ambientación y decorados. No debería decirlo
de forma tan rotunda, pero a mí se me antoja que El topo entera es un tiempo muerto pastoso por el que la trama
transcurre empegostada. No debería decirlo porque el otro día nos la aconsejó
Antonio Muñoz Molina, y yo aprecio mucho la opinión de Muñoz Molina, cuyo
estilo tiene, por cierto, la misma morosidad del filme, pero mucho más
lubricada. En su artículo mencionaba lo aleccionador que había sido para él la
lectura de las novelas de la primera época de John Le Carré, hasta que el
escritor inglés se empeñó en imprimir a su prosa empaque literario, en vez de
contentarse con las atmósferas y las tramas con las que había embelesado a sus
lectores hasta convertirlos en incondicionales. Al leer a Muñoz Molina, comprendí
por qué me había resultado tan pesado Le Carré, la única vez que intenté
leerlo. Había llegado tarde: la novela en la que le hice la cata pertenecía ya
a la segunda época, la que tampoco le gustaba a Muñoz Molina. Y aunque había intentado
varias veces hincarle el diente al libraco, terminé desistiendo, con la
frustración de no poder disfrutar de lo que otros recordaban con deleite. Le
Carré es un bluf publicitario, me dije, para consolarme. El tocho, de color
azul claro (me parece), siguió rondando por los estantes de mi librería durante
un tiempo. Como son limitados, al final desapareció para dejar espacio a otros
libros que me interesaban más. Por eso, en cuanto he podido, me he acercado a
ver la película El topo, para
reconciliarme con Le Carré y su personaje emblemático. Mientras mi mujer
bostezaba en la butaca de al lado, mantuve con firmeza que me estaba gustando.
Qué remedio: había insistido en que la viéramos. Ahora, en frío, tengo otra
impresión, a pesar de que valoro el esfuerzo del director artístico y la estimable
interpretación de los actores. No sé si será porque el propio novelista hace de
productor, el caso es que la peli se muere en los flashback. Tampoco he leído a James Sallis, el novelista de Drive. Mi amigo Karmelo Iribarren me lo había
recomendado hace un par de años, con la gravedad con que Karmelo da los
consejos: ese es el que más me gusta. Y lo estuve buscando, pero no fui capaz
de dar con un título que no estuviera descatalogado. Como hay tanto que leer,
tampoco insistí más. Ya me toparía con él algún día futuro. Y en efecto: hace
poco encontré su foto en el periódico, calvo, con barba canosa finísima y
sonriente, posando para una entrevista en la promoción de Drive en España. Cuenta que decidió hacerse escritor de novela negra
después de leer a Chandler, a Hammett y a Chester Himes (y quién no). Del
último, además, escribió la biografía. Tengo que volver a Sallis. Aunque la
película, claro, no tenga nada que ver: literatura y cine son cosas distintas.
Lo del director es meritorio: logra involucrarte en la acción sin muchas
secuencias trepidantes y que la historia de un conductor no esté llena de
persecuciones. Solo un pero: que abusa de la sangre. Y que al protagonista hay
que arrancarle con sacacorchos las palabras. Pero esa es una constante del
género.
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