Con el tiempo pasa como con la
velocidad. Uno no se da cuenta de que estamos lanzados hasta que no nos
asomamos por la ventanilla del tren o del avión. Entonces los postes de la luz,
las señales, los árboles, las montañas, incluso las nubes y la luna, nos sirven
de referencia para entender que nuestra posición está cambiando muy deprisa.
Sin esas referencias, la velocidad tal vez nos pasaría inadvertida. También la
percepción del paso del tiempo requiere ventanillas. Los hitos que nos ayudan a
tomar conciencia de su discurrir son las fechas señaladas del año: las fiestas
y la feria, los cumpleaños y sobre todo la Navidad. Los trescientos cincuenta
días restantes los vivimos con la cabeza amagada en asuntos cotidianos,
absorbentes, todos los cuales se desarrollan en la cabina del tren, a dos
palmos de nuestras narices. Sin referencias, parece que el tiempo no
transcurre. De pronto, alguien tararea un villancico o nos fijamos en las
guirnaldas iluminadas que cubren las calles o el turrón que llevamos viendo dos
meses en el supermercado súbitamente cobra vida. Ese momento equivale a
asomarse por la ventanilla del tren que nos lleva río abajo en los relojes de
nuestras células. Entonces nos abruman las ausencias, porque vivir es ir
perdiendo cosas, gente sobre todo, compañías que en su momento parecían eternas
y que a su modo lo son, con esa fugacidad que sigue alumbrando, aunque sea unos
segundos, el resto de los años, cuando se cumple la fecha en que de nuevo la cerilla
del recuerdo la enciende para nosotros. Escribió Jorge Manrique que cualquier
tiempo pasado fue mejor. Y le corrigió Dámaso Alonso: no es que fuera mejor, en
realidad nos parece mejor cuando lo recordamos. La nostalgia está compuesta por
esa densidad de lo perdido, que cada año se enmaraña un poco más, y que duele y
produce a la vez un placer incomprensible. Lo que sí puede hacer la literatura
es catalizar esa nostalgia. Estoy leyendo cuentos de Alice Munro, una escritora
canadiense de la que había oído hablar con devoción a escritores de los que me
fio, como Muñoz Molina o Pisón. Cuando varias personas distintas coinciden sin
haberse puesto de acuerdo previamente, sabes que no te vas a equivocar. En el
laberinto de las novedades, uno necesita guías para no dar palos de ciego.
Rocío, de Librería Popular, estuvo rebuscando y puso ante mí tres libros de la
autora. Me decanté por el más antiguo, una colección de cuentos titulada Secretos a voces. Alice Munro tiene un
enfoque femenino de las cosas, observa los gestos y las conversaciones desde el
punto de vista de la emoción. Pero sobre todo tiene un modo muy personal de
estructurar las historias. Viajas con ella en el tiempo, de adelante hacia
atrás y de atrás hacia adelante, sin sacar la cabeza del compartimiento de lo
cotidiano. De pronto, abre una ventana, y sientes que el tiempo, que parecía
detenido, atraviesa a los personajes y te atraviesa a ti, dejándote transido,
como si hubiera entrado una ráfaga gélida de viento. Es una habilidad que
tienen unos pocos autores. Que yo recuerde ahora mismo, en poesía, Eloy Sánchez
Rosillo. Los cuentos de Alice Munro empiezan a veces con unos personajes y terminan
con otros, porque lo que importa en ellos no es lo que hacen los personajes,
sino la vida que los enlaza a todos ellos, también al lector. Una vida que no
se para en la anécdota, que transcurre hasta el final, hasta más allá de que
han muerto casi todos y solo queda una testigo de aquello, o ninguna, y todo
son ya sombras, ecos. Estaba inmerso en ellos cuando me ha llamado Pepe Sánchez
de la Rosa, y su voz y su amistad han agitado sin saberlo otras pavesas que
estaban dormidas, y toda la hoguera de mis padres ha crepitado durante unos
segundos, con llamas poderosas, agitadas. Como hubiera dicho Munro: «Mis puntos
de referencia se encontraban en peligro, nada más». Cierro la ventanilla hasta
esta noche. Sin tener que asomarme, ya sé dónde estoy y a qué velocidad viajo.
/ Alice Munro: Secretos a
voces. RBA, 2010.
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