Luis Alberto de Cuenca


 Hasta la cojera de Luis Alberto de Cuenca es elegante. Él llama caminar antiálgico a ese ligero escorzo con el que evita la molestia en la rodilla. Se ha dejado olvidada la zamarra en La Roda. Llevaba todo en los bolsillos, incluido el billete de regreso a Madrid. Y se azora sin perder la elegancia, porque verse sin su zamarra y todas las referencias que viajan en ella, aunque sea un mediodía soleado de noviembre, le hace sentir perdido. Por todo equipaje trae unos pocos libros en la mano, entre ellos su antología Por las calles del tiempo, de la que leerá poemas en todos los actos de la jornada. Viene de La Roda, de rendir homenaje a Tomás Navarro Tomás, que fue, lo mismo que él, director de la Biblioteca Nacional. De vuelta en Albacete, lo recogemos sin zamarra para subirlo a Chinchilla. Luis Alberto se deja llevar y traer, y en el camino recuerda los nombres de todas las personas a las que saluda, recuerda los nombres de los cónyuges de las personas a las que saluda y se interesa por ellos, recuerda el nombre de tu revista y te pregunta por ella, aunque lleve dormida un lustro, se asoma a la ventanilla del coche y se informa de dónde estamos y de cuántos habitantes tiene Albacete. Es un abrumador despliegue de memoria y amabilidad. Y todo lo hace sin prisa, pero sin pausa, con corbata de seda y camisa impecable, sin despeinarse, que no se le estremece el cabello cano echado hacia atrás con algún fijador muy leal. Da la sensación de que Luis Alberto de Cuenca es una especie de Dorian Gray, imperturbable desde que fuera director de la Biblioteca Nacional y luego Secretario de Estado de Cultura. Bueno, él dirá que últimamente ha adelgazado para eludir los problemas de espalda, que le han dado un par de disgustos en los últimos años. Será por eso que se sienta siempre muy erguido, con la espalda muy tiesa. Luego, comiendo, se olvida por fin de la zamarra y despliega, aún más, su gracia verbal: nos demuestra que, además de una educación exquisita, sabe contar los chistes con gracia. No hay siesta ni pausa: de la conversación desenfadada en la comida pasa a contarle a un auditorio atentísimo que suele escribir los poemas en verano, aunque no siempre, claro. Que es un poeta madrugador. En contraposición al tópico que asegura que todos los poetas suelen ser nocturnos y malditos, Luis Alberto reivindica la mañana, el amanecer. Hace un repaso por las lecturas que lo fueron forjando. Empieza con los epigramas latinos que leyó en una antología de epigramas. Cita una y otra vez de memoria. Recala en Shakespeare, al que considera el mejor, como no podía ser menos. Rescata una cita de Macbeth, mientras seguimos extasiados su prodigiosa explicación en la que luego dirá que se sentía incómodo. La sensación era justo la contraria. Termina leyendo un par de poemas en las que el personaje poético se queja por la ausencia de la amada. En el primero, se ha ido para siempre y vienen a buscarla los hombres de hielo, unos seres bestiales y violentos anteriores a los dioses. En el segundo, su novia se ha ido a otra ciudad y la echa de menos en su mundo cotidiano, vacío sin ella. Dos poemas de amor, que forman una de sus vetas. Tiene varias. También están los desenfadados, en los que reinan la gracia y la ironía, como La Malcasada o Bébetela. Y luego están los profundos, como En la tumba de Jocker, los que te llenan de escalofrío, como El cuarto oscuro. Algunos de ellos los leerá por la tarde en Albacete, en el Salón de Grados de Humanidades, dentro del ciclo “5 poetas en Otoño”. Entonces se le nota cansado, ¿quién no lo estaría después de tamaño despliegue de amabilidad y de conocimientos? Siguen impecables la corbata en su sitio y el pelo fijado. Cuando lo dejamos en la estación ha recuperado la zamarra y con ella su brújula. Lo vemos alejarse con su elegante caminar antiálgico, igual que Gary Cooper en Solo ante el peligro.

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