Cuando asoma por la puerta de la estación, Lorenzo Oliván se parece a Lorenzo Oliván, pero no es del todo el mismo. Resulta un poco más alto de lo que lo recordaba, su piel tiene el lustre de la cera y su cordialidad llega envuelta en una leve bruma cantábrica. Pequeños matices que habían despistado al recuerdo. Y eso que nos vimos hace poco más de un año. Pero la memoria tiene esos caprichos. Él mismo, en uno de sus poemas favoritos, se aprovechó de un devaneo de la memoria. La subida a la torre se inspira en las sensaciones que le dejó Aínsa, en una excursión. Hablan los versos de una escalera de piedra que sube en espiral. Cuál no sería su sorpresa cuando, semanas más tarde, volvió a la torre y descubrió que tiene planta cuadrada. La espiral no existía. Por supuesto, le encantó haberse dejado engañar de esta manera por su propia memoria. Uno cree que ha visto las cosas, pero la memoria nos impone caprichos que conviene aceptar, pues “el posible engaño de una verdad fugaz será más cierto siempre que la verdad más cierta”. Él empezó siendo un poeta observador. Su primer poemario reconocido se llamó Norte único, un título significativo, de quien miraba al horizonte haciéndose sombra con la mano. Pero descubrió que “la más común ceguera de este mundo es ver tan solo lo que todos ven”. Y de pronto empezó a mezclar el mirar con el pensar. El pensamiento poético no tiene nada que ver con el pensamiento racional. No tiene un sitio a donde ir, es el camino. Oliván pregunta mucho en sus poemas, está buscándose. Algo tan omnipresente como sus propias manos pueden suscitarle un torrente de interrogaciones con las que nos embarca a todos en la duda de quiénes somos. Cuando propone respuestas, son sugerentes y a menudo contradictorias: la verdad está repartida al mismo tiempo en cualquier cosa y su contraria, y a él le gusta dejar constancia de esta dualidad: “ahora voy a leer un poema que niega lo que acabo de decir”, le oímos en la lectura. La mejor manera de acercarse a lo incomprensible de la poesía es oír a Lorenzo Oliván explicarla con una claridad meridiana, en un tono de voz que es casi un murmullo, que sirve tanto para envolver a una periodista que le pregunta por teléfono que a un auditorio de cincuenta personas que lo escucha con silencioso embeleso. El pensamiento poético es la vida zurda de los espejos. No es que no se entienda, es que nos desorienta que las cosas no están donde esperábamos encontrarlas. De uno de los poemas que leyó dijo que era un poema sonámbulo “que ni yo mismo sé lo que quiere decir, pero que me gusta mucho”. Cuando Oliván era pequeño y vivía en un cuarto piso, se maravillaba de que sus zapatillas supieran bajar las escaleras de dos en dos y de tres en tres, a una velocidad vertiginosa. Él no podía pensar, porque si quería imponer su criterio y quitarles autonomía a las zapatillas, entonces corría serio peligro de tropezar y caerse. Lo que traducido suena a que “si el ave analizara su alto vuelo, caería en picado”. Será que la manera de orientarse en el lado zurdo de la realidad es dejarse llevar, fluir. Para no quitarles autonomía a sus zapatillas de componer poemas, Oliván ha ido prescindiendo de la luz, para que la mirada no pueda confundirle. Sus libros últimos se titulan La noche a tientas e Hilo sin nadie, títulos que parecen alejarlo de las certezas, que es lo que en el fondo busca: adentrarse más y más en lo hondo, en el límite donde la realidad se mezcla con el sueño, en el centro sin afueras, el lugar donde te arrolla la belleza. Con sus mechones plateados sobre las orejas, con su piel cerosa y su cordialidad cantábrica, Oliván vino al ciclo 5 Poetas en Otoño de la Facultad de Humanidades a embarcarnos en la realidad zurda de sus poemas. Luego se marchó a Cantabria, donde seguirá cambiando, para no ser del todo el mismo la próxima vez que lo veamos.
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