La poesía, para qué sirve

El sábado pasado participamos en una mesa redonda, dentro de las jornadas sobre poesía que ha organizado Fractal. El grupo Fractal lo forman cinco jóvenes albaceteños que se han liado la manta a la cabeza, han vendimiado ayudas y han llenado Albacete de actos literarios durante casi una semana. Adonde fueras, te los encontrabas leyendo sus versos o mezclándolos con otras disciplinas artísticas. Nuestro acto era el penúltimo de los programados. Llevábamos una hora en el Nido del Arte enfrascados en deslindar lo que es poesía joven de lo que no, cuando una de las asistentes levantó la mano y preguntó qué lugar ocupa la poesía en la sociedad actual. Es otra manera de formular la madre de todas las preguntas: para qué demonios sirve la poesía, que no produce dinero, en una sociedad donde el dinero es lo que determina lo que sirve y lo que no. Le respondí como pude. Es evidente que para los que estábamos allí, la poesía sí que cumple una función; para eso invertimos nuestro tiempo en leerla, en escribirla y hasta en intentar dilucidar en qué se diferencia la que escriben los jóvenes de la que pergeñamos los talludos. Otra cosa es que sepamos explicar para qué sirve a alguien que no la valora como nosotros. La Academia Sueca acaba de otorgarle el Nóbel de Literatura a un poeta, lo que añade una vuelta de tuerca a la pregunta de la señora del Nido del Arte: también la Academia de los Nóbel valora la poesía frente a otros géneros más populares, como la novela, el guión de cine o incluso el teatro. Que el galardonado sea sueco no le quita mérito. Por cierto que Tomas Tranströmer, que así se llama, ha reconocido que, siendo joven, comprendió que no podría mantenerse ni alimentar a una familia escribiendo poesía. Sin embargo no abandonó su práctica, que hubiera parecido lo más sensato. Al contrario, lo que hizo fue elegir una profesión que no perturbase la escritura, sino que le agregase experiencia. Se hizo psicólogo, de lo cual asegura que nunca se ha arrepentido. Es decir, que ha articulado su vida en torno a esta pasión minoritaria que, como decía otro Nóbel, Vicente Aleixandre, no da para comer; como mucho, para merendar. ¿Para qué sirve entonces? No para cambiar el mundo, según parece. Los poetas sociales, que tenían esa aspiración, lo único que consiguieron fue escribir versos con polillas, como los que la usaron para la guerra, aunque llevaran razón. Hasta se me antoja optimista Brines que le atribuye la virtud de cambiarnos como personas, de volvernos más tolerantes al ponernos en el pellejo, pongamos por caso, de un homosexual, aunque seamos heteros, o en el de un religioso, aunque seamos ateos, hasta el punto de emocionarnos (siempre que los versos sean lo bastante buenos, claro). Es una teoría interesante, pero luego hay gente que lee poesía, y que incluso escribe poemas maravillosos, como Valente, y que luego es impermeable a la tolerancia, lo que invalida la tesis del bueno de Brines. ¿Qué nos da, pues, la poesía? Quizá, apenas, el pírrico consuelo de sentirnos conectados por una emoción a otro ser humano a través de los versos. El misterioso latigazo de una metáfora que por un instante nos ilumina el mundo. Para los que escriben, algo más: lo que el capitán Aldana, en el siglo XVI, llamó “el mismo don de lo servido”, es decir la sensación gloriosa de sumergirte en las palabras para crear un poema nuevo, aunque solo a ti te sirva y nunca se publique. Para la sociedad, el ejemplo vivo de que todavía quedan reductos donde el dinero no es lo primordial, la demostración fehaciente de que los seres humanos somos algo más que economía. Decía José Hierro que leer poesía requiere cierto entrenamiento, pero para escucharla no hace falta más que dejarse llevar. El otoño se nos llena de poetas en la Facultad de Humanidades. Todos los jueves, durante cinco semanas, tenemos la oportunidad de comprobar que, aunque no mueva dinero, la poesía mueve el alma. Con el agradecimiento y la enhorabuena a Andrés García Cerdán, Rubén Martín, Lucía Plaza , Matías Clemente y David Sarrión, el grupo Fractal.

2 comentarios:

  1. La poesía es siempre algo más que lo que pudiéramos argumentar o defender sobre ella. Por eso es tan valiosa: porque es un plus ultra, una bola extra, una canasta invisible de tres en cada momento intensísimo del partido.
    Me duele que haya gente que utilice la poesía para "echar fuera lo que se le pudre dentro". En este caso, lo que salga saldrá podrido. Un poema no es un cubo de basura, no es un manual de expiaciones personales, no es un sucedáneo de una insatisfacción o una impotencia que se quiere airear. Poesía procede de poiesis, es decir, poder de creación. ¿Sirve, entonces, de algo la poesía? Una respuesta podría ser "a mí me sirve", pero entendiendo que la poesía no es la moza de nadie, ni la sirvienta de nadie. Si sirve es porque es valiosa para algo, para todo, y porque cambia las cosas, las enriquece, las agranda, las define de una forma mucho más sútil, las esclarece. Sirve porque la podemos utilizar para decir lo que solo de forma poética se debe decir. En los Adagios, Wallace Stevens juraba que la poesía convertía el mundo que vivimos en un mundo más real. Algo así. La poesía sirve para realizar la realidad, para olvidarnos de la realidad consabida y adentrarnos en los dominios de una realidad poética real, verdadera. "Toujours vrai, jamais réel", como quería Artaud. El poema de verdad es aquel que ilumina nuestras conciencias, nuestros pasos y nuestras vidas. Y el que concede a nuestras palabras el privilegio de ser más nuestras que nunca, verdaderamente nuestras.
    Gracias, Arturo, por estar ahí siempre con un verso en el disparadero de tu elegancia y tu generosidad.

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