Paco Díaz de Castro tiene una mirada inquietante. Sus iris, grandes y claros, buscan la protección de las cejas, muy espesas y negras, como para sondearte desde la timidez, en defensa propia. Luego está el contraste con el pelo, muy blanco. Tardas un rato en acostumbrarte y un rato más en darte cuenta de que su sonrisa es la de un fumador de muchos años, que se ensancha para buscar más aire. Al final, cuando lo conoces mejor, acabas entendiendo que lo inquietante de su mirada es que te mira un fotógrafo, un tipo que lleva más de mil días publicando una fotografía diaria en una web de forofos de la cámara. Como él dice, la fotografía enseña a mirar la vida de otra manera. Como si la poesía fuera poco. Porque además, Díaz de Castro imparte clases de poesía contemporánea en la Universidad de las Islas Baleares, y eso supone que va leyendo todo, o casi todo lo que sale. Como profesor universitario escribe sus estudios de profundidad. Pero también rasca en la superficie del día a día y ejerce de crítico semanal en El Cultural de El Mundo. Todo este cúmulo de actividades invitaría a pensar a cualquiera que ya no cabe ni una más. Pero también es poeta. Siempre he pensado que escribir poesía solo es posible cuando uno es capaz de desconectarse de la razón cotidiana y entrar en otra dimensión paralela en la que mandan los sonidos de las palabras y sus significados. Otro poeta, que también era estudioso de la poesía, José Ángel Valente, afirmaba que para escribir poesía hay que liberarse de los aprioris, de todos los aprioris. ¿Pero cómo puede conseguirlo alguien que está sopesando poemas ajenos cada día, analizando lo que funciona y lo que no? ¿Cómo alguien que acumula tanto conocimiento puede desprenderse del mismo para soltarse y ponerse a escribir?
Él lo sabrá; pero ahí tenemos sus poemas. Poemas que, como dice su amigo Antonio Jiménez Millán, hablan de la épica humilde de lo cotidiano. Poemas de la experiencia, porque parten de un germen de experiencia del que extraen reflexiones morales. El mar sale mucho: “El mar es una puerta familiar, / nada extraño me inquieta, estoy aquí”. Al fin y al cabo, separa su Valencia natal, a la que sigue vinculado, de la Mallorca donde vive. Él dice que le gustaría que en sus poemas apareciera de forma más sensual el paisaje, a lo mejor porque tiene tan instalado el mar en el estado de ánimo que no repara en su presencia. Quizá sus ojos son verdes por ese reflejo. Del ir y venir de las mareas, que traen objetos descarriados, concluye: “también yo albergo restos / que no comprendo bien”.
No importa: el mar “apacigua certezas y recuerda a quien mira / que son uno vivir y haber vivido.” Al personaje que habla en sus poemas le gusta sacarle todo el sabor a los instantes, aunque haya entrado en el otoño de la vida: “hacia el olvido voy / en mis olvidos vivo”. Con Díaz de Castro da gusto hablar de poesía porque tiene muy presentes sus lecturas y las ilumina en la conversación. Es más que una profesión, una pasión. En un tiempo, tomaba el avión hasta Valencia solo para asistir a una tertulia. Claro, que era con Brines, César Simón, Marzal, Vicente Gallego… Cualquiera no. Ahora, como todos los poetas, está huyendo de repetirse, buscando una salida por donde sea. Y los últimos poemas, que son en prosa, le han salido sociales. Ha vuelto a esa poesía que protesta contra el mundo, que querría cambiarlo, porque dice que se lo ha pedido el cuerpo, que ha sentido la necesidad de escribirlos así. Parten de fotografías y se inspiran en ellas para abandonarse a la rabia, a la protesta por una sociedad que parece regodearse en la injusticia. Ya lo había avanzado al romper con los partidos cuando lo de la Otan. En un poema dice: “Pero he llegado aquí y no me valen símbolos”. Sus ojos marinos te escrutan desde el refugio de las cejas y esbozan una sonrisa de exfumador. Te está echando una foto.
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