El pasado está muerto y bien muerto



El 10 de mayo de 1985, a eso de las siete y media de la tarde, estaba yo orinándome un montón. Lo recuerdo con exactitud porque ese día y a esa hora se inauguraba la exposición antológica de Antonio López García en el Museo de Albacete. Me tocaba cubrir la información y subí sin resuello al vestíbulo del edificio, donde ya se encontraban muchos de los invitados con una copa en la mano, conversando animadamente. Antes de abordar a cualquiera de ellos, decidí aliviarme para mejorar mi concentración. No recuerdo haber visitado antes el edificio. Desde luego no estaba familiarizado con él. Justo al otro lado de la sala, descubrí unos servicios abiertos de par en par y me encaminé hacia ellos con la determinación que requerían mis urgencias. Mientras surcaba a trancos el espacio, esquivando grupúsculos de conversadores, tuve tiempo de advertir que aquellos a los que me dirigía eran unos servicios un poco sucios y desatendidos, impropios del escenario y de la ocasión. Resultaba raro que cualquiera de aquellos ciudadanos tan egregios, gerifaltes de la cultura española, con trajes gris perla y el dedo meñique empingorotado, hubiese tenido la desidia de salir del retrete sin tirar de la cadena y sin cerrar la puerta. Podía ser un problema de organización: todos sabemos que, en este tipo de acontecimientos magnos, los preparativos se prolongan hasta última hora. A veces no da tiempo a rematarlos. Un excusado sucio es un problema menor cuando las miradas se fijan en las deslumbrantes pinturas. Mi incertidumbre duró unos veinte segundos, hasta que caí en la cuenta de que los baños no eran tales, sino que se trataba de uno de los cuadros de la exposición. Para entonces estaba a cinco metros del papel, casi tocándolo con las narices. Porque era papel, pintado a lápiz, a tamaño natural y bautizado llanamente como Water. Así, con uve doble y sin tilde. Cómo olvidar aquella revelación, aquella zozobra, aquel reemprender la búsqueda de un mingitorio con la dignidad perdida, estirando mi sonrisa como Peter Sellers en la película El guateque. Aunque si dijera que recuerdo aquella escena como si terminara de vivirla, mentiría. El pasado está cifrado en palabras, más que en imágenes. Recuerdo las cosas que me cuento a mí mismo muchas veces. Pero el pasado está muerto. Lo supe el otro día, visitando en el Museo Thyssen la antológica de Antonio López. En un vídeo complementario de la exposición, varios colegas del pintor aseguraban que es un obseso y que su obsesión consiste en detener el tiempo. Me paré de nuevo ante su Water y comprobé que ha conseguido lo que pretendía, aunque funciona como una maldición. Sus pinturas son como ese mechón de pelo del nene o el cordón umbilical momificado que uno encuentra con turbación en una caja de hojalata cuando buscaba el cortaúñas. Son como un puñetazo en el estómago que nos propina el tiempo, que nos hace vibrar las entrañas como castigo por haber intentado detenerlo. Nos lo propinan las alacenas y los estudios desalmados y los retretes deslucidos y los frigoríficos y los conejos desollados de Antonio López. Pero también sus personajes, que miran al espectador o rehúyen su mirada con la resignación de los difuntos, como si estuvieran muertos, aunque puedan seguir aún vivos en otra edad, como fantasmas a los que les robaron el alma en cierto cuadro. Nos lo propinan las calles de la gran ciudad, sin gente y hasta sin coches. Sobre ellas desfilan los cielos minuciosos, auténticos protagonistas de la vida, los únicos que no envejecen nunca. Envuelto entre la multitud de domingueros del Thyssen, me fui estremeciendo y arrugando según miraba cuadros, hasta desmigajarme ante una vitrina como de jíbaros, donde se acumulaban todas las pruebas que realizó a sus niñas antes de esculpirlas. Eran como exvotos abandonados por los peregrinos de un santuario. La vida congelada, sin ser ya vida, como un mechón de pelo muerto del chiquillo que aún vive y se ha graduado. Las cuidadoras de las salas chistaban sin éxito para que los domingueros nos calláramos y respetásemos el silencio espectral, desasosegador, que requería la experiencia.

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