Se creyó durante mucho tiempo que algunas combinaciones de palabras podían estar más cargadas de fuerza que de sentido aparente: eran mejor comprendidas por las cosas que por los hombres, por las rocas, las aguas, las fieras, los dioses, por los tesoros escondidos, por las potencias y los resortes de la vida, más que por el alma razonable. Incluso la muerte cedía a veces ante los conjuros rítmicos. La eficacia de los encantamientos no estaba tanto en el significado de las palabras, como en su sonoridad y en las singularidades de su forma. De hecho, casi mejor que no se entendieran. Igual que las brujas se pasaban los poderes en el puño del almirez, los alquimistas que jugaban con el poder de la palabra se fueron traspasando su saber. El editor de Tusquets, Antoni Marí, ha seguido este rastro a través de los escritos de cinco grandes eslabones en la cadena, que se traspasaron la magia durante un siglo. El primero de ellos murió el 7 de octubre de 1849 en Baltimore, con cuarenta años. Vestía ropas raídas que no eran suyas, y estuvo tres días delirando antes de morir. De hecho, había salido de Richmond y volvía a su casa de Nueva York cuando se le perdió la pista. El médico de guardia, el Dr. John Joseph Moran le acompañó en esas últimas horas y luego dio tantas versiones distintas de lo que le había pasado al moribundo que él mismo pareció haber perdido la cabeza. Edgar Allan Poe, el difunto, tuvo la fortuna de que un enemigo muy acérrimo suyo, Rufus W. Griswold, se convirtiera en su albacea y le inventara una vida aún más tirada de la que había tenido. Su biografía se hizo muy popular, tan popular que cruzó el Atlántico y llegó a manos del segundo mago. Se trataba de un estudiante de derecho francés que había decidido entregarse a la mala vida para fastidiar a su madre y parecerse al poeta maldito Lord Byron. Charles Baudelaire, que así se llamaba el mago, se entusiasmó con el personaje de Poe tal como se lo describía Griswold. Era su ideal de maldición. De modo que empezó a traducirlo a su lengua, a analizarlo y a dejarse influir por él. Luego escribió un libro en el que perseguía la perfidia en la vida cotidiana. Lo tituló Las flores del mal. Logró un éxito apoteósico, pero solo entre unos cuantos iniciados. El más aventajado de ellos se llamaba Stephane Mallarmé, que heredó de Baudelaire la pasión por Poe y que sin embargo desarrolló la magia de otro modo: escribiendo conjuros que sonaban de gloria, pero que no comprendía nadie. Daba igual: sonaban tan bien que no hacía falta comprenderlos para disfrutarlos. Escribió pocos de estos conjuros porque tardaba demasiado en seleccionar las palabras exactas, imitando el método de Poe. Con su singular destreza, Mallarmé consiguió reducir aún más el grupo de iniciados a los pocos que soportaban disfrutar de la lectura sin entenderla. Su más fervoroso admirador hizo un viaje aposta para conocerlo y luego no se atrevió a saludarle. Se llamaba Paul Valèry, el cuarto mago. Era un tío tremendamente lúcido y paciente y, no obstante, empleó buena parte de su lucidez en tratar de explicar lo muy necesarios que eran los conjuros incomprensibles de Mallarmé. Él mismo compuso nuevos conjuros con el mismo método, pero en su caso eran simbólicos; mezcló el mar y el cielo, la vida y la muerte en El cementerio marino. Era casi un filósofo, como el siguiente mago, el quinto, T.S. Eliot, que nació estadounidense, se nacionalizó británico y luego se hizo budista. Tan lúcido como Valèry, pero con la ventaja de ser angloparlante, se dio cuenta de que Poe era estimado en Francia y que en cambio seguía sin hacerles gracia a los que hablaban la lengua original de sus escritos. Conclusión: los franceses lo habían traducido mal. Por eso les había influido tanto. Así es la magia. Y está contenida en este libro que me consiguió Juan el de Librería Popular y que no habla de vidas, sino de palabras. Varios autores: Matemática tiniebla. Genealogía de la poesía moderna. Galaxia Gutenberg- Círculo de lectores, 2011.
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