Pasamos por la plaza y la ciudad se abre como un organismo vivo. Es la claraboya por la que entra a raudales esta primavera tan cambiante, tan rica de polen, de luces y de lluvias. Desde la plaza, la ciudad se asoma al mundo. En la plaza los viandantes entrelazan las estelas de sus quehaceres, el rumor de sus conversaciones. Los que toman un café en la terraza absorben con las miradas este discurrir. Es la realidad. Desde las plazas, un grupo de jóvenes acampados piden con civilizada indignación que esta realidad se extienda como un elixir por las venas de la ciudad aturdida, por las tuberías y los cables controlados por esa mátrix aún más sutil que mátrix, por ese espectáculo ininterrumpido que penetra en las casas a través de las pantallas. Hasta hace siete mil años, solo había una historia, compuesta por las pequeñas historias de todos los seres humanos. Todos estaban en el mismo lado de la realidad. Lo que veían, lo que oían, lo que respiraban, era un solo aire, bajo un mismo cielo cambiante como el de ahora, sobre una sola tierra. Todos los relatos aludían al mismo mundo. Ya no. Desde finales del siglo XX y en la década que llevamos vivida del siglo XXI, coexisten dos historias diferentes que rivalizan por imponerse. La que proponen los medios de comunicación ha ganado tanto terreno que, para muchos, los anuncios de coches, los personajes de las telenovelas, los eslóganes de los políticos, las catástrofes mundiales son más ciertos que el mismo aire que respiran, que los pájaros que anidan en sus tejados y que las conversaciones de la escalera. Internet es una vasta biblioteca desordenada a la vez que un patio universal de vecinos. Uno solo encuentra lo que está preparado para ver y escuchar. Porque seguimos siendo, sobre todo, consumidores de cuentos. Solo podemos captar lo que sucede, aunque venga encapsulado en imágenes, si lo estructuramos en una historia que nos contamos a nosotros mismos, que le contamos a la familia o a un amigo en un bar. Los grandes medios de comunicación difunden una y otra vez sus cuentos a través de las pantallas con las que han invadido el corazón de los hogares. Sus propietarios no son filántropos ni amantes de la información, son grandes empresas cuyo único objetivo es ganar dinero. Concentran medios diferentes: periódicos, radios, televisiones. No les interesa la verdad. Están tan por encima del bien y del mal que les trae sin cuidado hasta la pugna política. Lo que les interesa es el espectáculo, producir espectáculo, que es lo que más hipnotiza y les hace amasar más dinero. Cada día los grandes diarios abren sus portadas con la misma noticia y muchas veces hasta con la misma fotografía. Entre unos y otros contribuyen a elevar ese cuento diario a la categoría de gran espectáculo y compiten por hacer brillar un perfil diferente de la historia. Los capítulos anteriores se acumulan como cadáveres sin valor mientras que las historias que relataban siguen vivas y los vivos que ayer eran protagonistas siguen muriendo en algún lugar de la tierra. Los hipnotizados intuimos que detrás de toda esta enorme pantalla colectiva sigue palpitando una realidad y la buscamos, como se busca el aire limpio del campo o de la playa en los fines de semana. En el torbellino de las redes sociales, en medio del guirigay de internet, buscamos pequeñas dosis de realidad que chutarnos, nos guiamos por las voces que consideramos más honestas, más inteligentes, por los contadores de cuentos que puedan servirnos de faros en un mundo sin brújulas. Y cada vez más, constatamos que la historia de la realidad no la escribe uno solo, sino que todos tenemos un pequeño fragmento, una cerilla con la que atizar la gran hoguera de lo verdadero, que sigue ardiendo encendida tan cerca de nosotros que nos quemamos sin llegar a verla. Y de pronto, en racimos, nos hemos dirigido a las plazas, hemos empezado a mirar el cielo de la primavera todos juntos, emergidos a la vez de la hipnosis, sin saber aún qué hacer con nuestras vidas.
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