Juanjo en La Patagonia


Según Walter Benjamin, existen básicamente dos tipos de narradores: el que tiene que viajar lejos de casa para encontrar hechos y relatos y el que se queda en casa recogiendo recuerdos y transmitiéndolos. El primero lo representa el viajante de comercio o el marino. El segundo, el campesino. Es probable que Juanjo Jiménez y yo seamos tan amigos porque encarnamos los dos extremos. Mientras que yo me he ido cerrando a un círculo no demasiado amplio, escribiendo sobre la familia y sobre emociones condensadas en un pequeño territorio, Juanjo, cada vez más, ha ido escapando de lo cotidiano, y cada vez más se ha ido yendo más lejos. Empezó con la bicicleta como transporte, pero llegó un momento en que se le quedaba corta y acondicionó una furgoneta con la que ha recorrido Europa, hasta los lugares donde es posible llegar en furgoneta, siempre con la bici en la parte de atrás como complemento. A veces da un estirón y se embarca en una aventura más ambiciosa. Para abrir boca se fue a Finisterre, y vino con la paleta llena de barcas y de mares. Aquello fue solo el principio, una excursioncita si la comparamos con expediciones posteriores, como la de pisar el Ártico en Nordkap o circular con la bicicleta por Islandia. De esos viajes regresa con la cámara desbordada de imágenes y con la retina rezumando los colores vividos. Porque Juanjo Jiménez es pintor, o artista plástico, como los llamamos ahora que la pintura se ha ido diluyendo en las nuevas tecnologías y que la palabra pintor se queda corta porque, como siempre repite Juanjo, “ya nadie pinta”. Supongo que esta sentencia se puede traducir en que los artistas tienden a mezclar los procedimientos tradicionales con las infinitas prestaciones que les ofrecen las pantallas. En enero del año pasado Juanjo emprendió algo diferente: subió a un avión y cruzó el Atlántico, al tiempo que brincaba la línea del Ecuador, para echarse a pedalear por las vastas extensiones de La Patagonia. En realidad, sería más propio decir para perderse, ya que lo único que tenía previsto era dónde empezar y dónde terminar a tiempo de subir al avión de regreso. La diferencia con otros viajes, al menos hasta donde yo sé, es que esta vez se ha provisto de un diario en el que ha ido anotando los aconteceres y las reflexiones surgidas en el día a día de sus andanzas. Para mí es novedoso y hasta intrigante porque siempre me he preguntado qué pasaba por la cabeza de Juanjo cuando se sumergía en los silencios y los infinitos que tanto le atraen. Ahora ya sé que sigue siendo Juanjo. Una vez le leí a un explorador de la Antártida, otro loco parecido, que para ser aventurero es requisito indispensable tener poca imaginación, para no andar dándole vueltas a los ruidos que se oyen o desproporcionar los peligros que pueden acecharte. Esa es la gran diferencia entre Juanjo y yo. Cuenta que una noche algún bicho sin identificar le desgarró la tienda de campaña y le royó parte de la comida; yo me hubiera subido de un salto al primer avión que surcase el cielo, mientras que él lo narra casi con naturalidad. Claro, las pasó canutas rodando por caminos de piedras, que allí llaman de ripio, bajo lluvias incesantes y soles abrasadores. Estaba solo y no, ya que compartió las tierras desoladas con otros cicloturistas tan rayados como él, venidos desde Italia, o Alemania, o Japón, solitarios todos, cada cual a su bola, coincidiendo por azar en inverosímiles hosterías o en repentinas treguas de la vegetación. Por cuestiones de posproducción y porque es mi especialidad, he tenido ocasión de sumergirme en el relato antes de ver las fotografías y las pinturas resultantes. Año y medio después Juanjo me explica que en esta ocasión la retina ha derramado los tonos oscuros y boscosos, el azul omnipresente del agua y del cielo, las formas laberínticas de la naturaleza. No caben en una sola sala. Ha tenido que repartir la exposición. Juanjo Jiménez: Paisajes de silencio: Patagonia. Bar Viktor (c/Octavio Cuartero, 6) y Archivo Histórico Provincial (c/Padre Romano esquina c/Feria). Del 15 al 29 de junio.

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