Cada nueva entrega de las crónicas de Sánchez de la Rosa perfila un poco más el pasado del Albacete que ya no existe, sepultado por el asfalto y el crecimiento sin control y el tráfico y la imparable actualidad. No existe ya, pero aún palpita y nos remueve la nostalgia desde la prosa modernista y minuciosa del maestro y su memoria envidiable que va encendiendo con mechero fechas y anécdotas. Recorremos con él edificios que se llevó la excavadora, como el monasterio de las Justinianas, un año antes de que estallara la Guerra Civil, para ensanchar el paso al Altozano. O como la Audiencia Territorial de Francisco Jareño, el mismo arquitecto que diseñó, por ejemplo la Biblioteca Nacional. Así, sin movernos del Altozano, alcanzamos a ver, superpuesta a la que tenemos delante, la plaza que perdimos. Subimos por el paseo de la Libertad, al que le cambia el nombre y vuelve a llamarse de Alfonso XIII. En la primera esquina a la izquierda hacemos una parada en el bar El Progreso, más conocido como La caja de cerillas, por lo pequeño que es. Oímos una explosión y lo vemos volar todo. Aviones franquistas, en su afán por enmudecer la estación de ferrocarril, que está al final del Paseo, nos han bombardeado. Hay secuelas de la metralla en las rejas de la Diputación, el edificio que diseñó el hellinero Justo Millán, al que la explosión ha arrebatado también el reloj, el tardón, caído entre los escombros. Oímos pasar a un guasón que dice: “hombre, por fin ha echado andar ese reloj”. En cambio está indemne el reloj de cuatro esferas que corona el ahora Museo Municipal. Lo llaman El perro flaco porque el empresario que lo vendió a la corporación se apellidaba Canseco. Y desde la estación vemos venir caminando al Marqués de Salamanca. Qué tipo. Nos acercó el ferrocarril, por eso le pusimos calle, pero no tenía nada que envidiarle a Jesús Gil ni al más marrullero de nuestros políticos. Su biografía es para enmarcar, y Sánchez de la Rosa nos sirve una ración en su prosa exquisita. Oímos sonar las campanas de la catedral, con su sonido líquido de campanas fantasmas, fundidas para construir cañones y balas durante la contienda nacional. La que hoy escuchamos se compró en el año 47. Y siguiendo aquel sonido evocador, bajamos la calle Ancha y doblamos a la derecha por la Mayor, que ya existía en 1768, y caminamos hacia la plaza del mismo nombre, con la ilusión de encontrarnos el antiguo edificio primero que albergó el ayuntamiento. Volvemos la cabeza muy despacio, saboreando el instante, y ahí está, no el complejo rojo y frío de Villacerrada, sino el viejo, sucio y legendario Alto de la Villa, que extirparon en el año 1973 como una muela cariada en el corazón de la ciudad. Quizá no fuera el lugar más edificante de la tierra, pero en las páginas del libro encontramos referencia de sus calles, de sus establecimientos, del Pozo de la Nieve. Y ya que nos ponemos, avanzamos a la esquina de la calle de la Caba con Albarderos y encontramos los Baños de Tremendo, lo más parecido a una piscina que tuvo Albacete durante años. Aunque más lejos estaban la balsa de Monroy y El Palo, para dar unas brazadas. Y encontramos la calle de la Feria, presente desde el siglo XVI, con su edificio Perona al que De la Rosa le despliega el pedigrí completo. Podríamos subir al autobús, el primero de todos, El piojo verde, que era amarillo, y bajarnos luego en la parada de El Parque para disfrutar del Estanque romántico, aunque tal vez algo estancado, que diseñó Daniel Rubio. Ahora suspira enterrado bajo el Museo Arqueológico. Y lo mejor de todo: este paseo por la ciudad desaparecida es solo una de las posibles rutas que se nos abren desde el libro de Sánchez de la Rosa, ilustrado por su nieto Claudio. Hay otras: la de oficios desaparecidos, la de personajes que significaron algo y ahora nadie recuerda o recuerda mal, la de anécdotas pequeñas sobre las que hemos crecido sin saberlo. José Sánchez de la Rosa: Fonda del reloj. Altabán-Popular libros. Albacete, 2011.
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