Daniel Martínez


Tengo que confesar que, como San Pedro, yo negué a mi candidato. Aunque fuera una vez solo. Ocurrió por teléfono. A mí también me llamó una encuestadora para preguntarme a quién iba a votar y para que les pusiera nota a los políticos, entre otras tonterías. Igual no sirvo como referencia, porque voy de candidato por una de las listas, le advertí. Sí que sirves, atajó, yo diría que temerosa de que me escabullese. Fue gozoso ir suspendiendo a políticos que se proclaman de izquierdas solo durante la campaña y a otros que ni siquiera lo intentan. Fue fácil, hasta que me preguntaron por el candidato de Izquierda Unida, mi candidato. Er, pues, el caso es que no lo conozco, dejé caer de forma impulsiva. Y una vez que había manifestado mi turbación, no quise corregirla: no puedo calificarlo. La explicación se la ahorré a la encuestadora; al fin y al cabo llevo menos de dos meses como artista invitado en la coalición, por mucho que encabece una de las listas. Conozco a los de mi pueblo y a Pedro Bolívar y Vicente Tendero, que han venido a traer y llevar carteles y programas y a resolvernos dudas. Aunque fuera anónimo, qué impresionante ejemplo de honradez, me dije. Demostración fehaciente de que aún no soy político. Me sentí muy satisfecho. Otro cualquiera, no solo hubiese otorgado un diez al candidato por el mero hecho de formar parte de su partido, sino que hubiese incluido algún detalle, por si la encuesta contemplase la matrícula de honor. Otro cualquiera hubiera sido incapaz de ser sincero en semejantes circunstancias. En lugar de satisfecho, de estar en mi pellejo se hubiese sentido gilipollas. Pero, mira por dónde, pocos días más tarde, la otra mañana, recibo dos llamadas de mi candidato, dos llamadas que no pude contestar porque me estaban entrevistando en ese momento. Y, al bajar de la emisora, allí estaba en el vestíbulo Daniel Martínez, mucho más real y mucho más cercano que esas fotos que nos matan a mejor, las fotos de los carteles y la propaganda electoral. Como yo de alto y hasta con un grano en la nariz, que es tan prominente como la mía y que le da un cierto aire de brujo de los que sacudían escobazos en las atracciones de feria. Y se dirige a mí con la misma naturalidad que si me conociese de toda la vida, como si no le hubiese negado en las encuestas. Resulta que, encima, es de pueblo como yo. Me cuenta que está intentando conocernos a todos los candidatos municipales, pero que le faltan horas, días. Ante unos cafés, en la plaza de Chinchilla, se estudia la fotografía de nuestra candidatura como si estuviera absorbiendo con escáner las caras de los componentes. Le aclaro algunas dudas. Por supuesto, intercambiamos impresiones sobre la campaña. Están intentando otra vez lo del voto útil, me comenta. Pero esta vez, el antídoto es muy fácil: se han alejado tanto de las políticas sociales que nadie que piense de verdad los asocia con la izquierda. Ya solo queda una izquierda. Se mira el reloj. Le espera otra entrevista en Albacete, con una televisión. Viaja en coche por toda la Comunidad, pero me confiesa que lo lleva mejor que en otras elecciones en las que estuvo coordinando la campaña. Responde una media de tres entrevistas diarias, y sin embargo lo prefiere. Le resulta menos estresante. No va a dejar de presentarse por su pueblo. Es un pueblo pequeño, me aclara, son quinientos habitantes, controlamos el treinta por ciento de los votos, se puede compaginar. Luego, por supuesto, me pregunta que cómo lo llevo. Al fin y al cabo soy novato. Le digo que no pensaba que esto de la política liberase tantas emociones. Pues ya verás cuando no puedas dormir alguna noche. Ya me ha pasado, ya me ha pasado; y eso que soy de buen dormir. Hoy le votaré sin que me tiemble el pulso. A un político solo le pido que se acerque, que sea de carne y hueso, que sepa hablar pero también escuchar. No hay mejor detector de imposturas que una conversación informal en una cafetería.

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